Se puede llegar a la aflicción por la pesada presencia de ciertas circunstancias y hechos que forman parte del dolor humano. En realidad, son tantos y están tan presentes en la historia y en la cotidianidad que si lo permitimos nos abruman, llevándonos a la constatación triste de la virulenta y devastadora imperfección que se muestra en todas las sociedades y culturas. Somos tan destructores de nosotros y de los otros que esta característica negativa también nos identifica como especie. No hay escenario o espacio que no contenga rasgos nocivos, porque cada individuo y cada agrupación están definidos tanto por la claridad de la bondad y la decencia como por la opacidad de la corrupción y de la maldad. La vida es así… siempre.

Desde ese nivel de discernimiento que se impone rotundo cada vez que nos embarga el dolor por la exacerbación insultante de la hipocresía y la veleidad intrínsecas a ciertas personas en el sistema social, podemos reaccionar de diferentes formas. Una de ellas es refugiarnos en el núcleo familiar, en la introspección y el recogimiento individual para profundizar la propia reflexión subjetiva. Otra es hablar y actuar críticamente para compartir el pesar con otros, con el fin de generar una suerte de conciencia colectiva sobre esas partes perversas de la naturaleza del hombre que se enseñorean socialmente. Otra es la comprensión de esa realidad como parte de la vida y desde ahí, desde la aflicción inicial, decidir actuar para incidir directamente en el cambio de aquello con lo que no estamos de acuerdo, partiendo de la esperanza y la fe en el poder de la acción utópica como opción válida para la construcción de la vida y su sostenibilidad. Me parece que los grandes transformadores positivos de las condiciones de vida en sociedad estuvieron impulsados por la fuerza y energía de la acción esperanzada, pese o quizá precisamente por la inmensidad de la maldad y de la destrucción. El mismo Max Weber que inspiró mi columna anterior escribe: “Solo quien está seguro de no quebrarse cuando el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto; solo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”; solo un hombre de esta forma construido tiene vocación para la política”.

La abyección y la vileza están tan presentes en la cotidianidad política y social que siempre corresponde reflexionar sobre la forma de relacionarnos con ellas, pues nunca las podremos erradicar definitivamente. La denuncia, la palabra clara y fuerte que devela la corrupción y muestra la oscuridad que intenta vanamente cubrirse a sí misma es legítima e indispensable. También lo es la acción positiva que desde el ejemplo y la palabra edificante siembra en los otros esperanza y abnegación para la superación. El mundo es así, oscuro y sórdido por causa de la corrupción, la maldad inherente a toda forma de violencia como la venta de armas, el narcotráfico o la trata de personas; y, también es claro y límpido por la creencia en el poder de la bondad, la búsqueda de la verdad y la fe en el mejoramiento de la condición humana. (O)