“Locura es hacer la misma cosa una y otra vez, esperando obtener resultados diferentes” dice una frase, falsamente atribuida a Einstein. Posiblemente el ser humano sea la única especie que por razones ideológicas, políticas o conceptualmente erróneas, persevere en cometer los mismos errores una y otra vez y, lo que es más grave, constate que se equivoca e insista en volver a aquellas prácticas que ya se mostraron como inútiles o improductivas. Es esta vocación por repetir yerros que ha hecho que la historia no sea esa línea unidireccional sin fin de continuidad que concebía Hegel, sino esa sucesión de saltos y brincos hacia adelante y hacia atrás (corsi et ricorsi) que describió genialmente Giambattista Vico.

Ejemplos de esto tenemos montones. La reedición periódica de la tortura y su exaltación como mecanismo válido de investigación es buena muestra de la tozudez del ser humano, por volver cada tanto a aquello que se ha demostrado que hace mucho más mal que bien. En el Ecuador la vocación de darse tiros al pie con la misma pistola cada tanto es proverbial. Baste constatar los cinco periodos del velasquismo en el siglo pasado o la “Década Ganada” en este, como para darse cuenta de lo dicho. Lejos de aprender las lecciones, nos hemos vuelto expertos en lanzarnos de cabeza a la misma piscina una y otra vez, pese a constatar siempre que no tiene agua.

Un tema en el que de manera recurrente volvemos a viejas y sangrientas soluciones es sin duda el del consumo de drogas, y lo hacemos negando toda evidencia histórica y postulado lógico. En primer lugar planteamos al uso de sustancias estupefacientes como un fenómeno de la posmodernidad. Parecería que las drogas las hubieran inventado los hippies en los años 60. Cuando pensamos en un grupo de gente consumiéndolas, se nos viene Woodstock a la cabeza, sin reparar que nuestras culturas ancestrales latinoamericanas eran asiduas consumidoras de cuanta sustancia uno pueda imaginarse. Aún más, se crearon ritos de enorme popularidad y trascendencia en el tiempo, basados fundamentalmente en el uso de estupefacientes y psicotrópicos. Analícese por ejemplo Chavín de Huántar, una especie de Vaticano andino precolombino y se podrá constatar la verdad de lo aquí expresado. Lo propio puede decirse de culturas como las de Medio Oriente y las europeas ancestrales. Un mundo sin drogas nunca existió, lo que no significa que hoy por hoy aceptemos el narcotráfico como algo natural.

Todos queremos a las drogas fuera de nuestras calles, de nuestras escuelas y colegios y de nuestras casas. Esa premisa no se encuentra bajo discusión. Sin embargo, los mecanismos para conseguir este postulado son los que deben revisarse. Ya constatamos en la Colombia de fines de los años 80 e inicio de los 90 y en el México de esta década, el nivel de barbarie al que se puede llegar bajo el amparo conceptual de la denominada “Guerra contra las drogas”.

Después de miles de muertos de lado y lado, lo que podemos concluir sin duda alguna es que los niveles de distribución y comercialización de drogas, lejos de disminuir se han incrementado, que los grupos mafiosos que controlan el negocio han proliferado, que el volumen de dinero que mueven estos carteles a nivel mundial cada vez es mayor y que el microtráfico, lejos de eliminarse, se ha extendido a niveles insospechados. Mientras tanto constatamos día a día que la impregnación del narco en la institucionalidad es cada vez más grande y que en Ecuador, por ejemplo, no hay operativo antinarcóticos que no dé como resultado que al menos un integrante de la banda sea miembro activo de Policía o Fuerzas Armadas. ¿Toda la represión y sobre todo el enorme gasto nacional e internacional ha servido de alguna manera para reducir el consumo de sustancias ilícitas?, pues no en absoluto. El negocio del narcotráfico está más floreciente y saludable que nunca.

¿Qué hacer? Es la pregunta obvia al constatar el fracaso de las políticas de represión y control policial. ¿Insistimos en la vieja receta punitivista que país tras país se ha evidenciado como inservible? ¿Continuamos con una guerra en la que la principal víctima es la población civil de los estratos más subalternos, como sucede en El Salvador, donde las maras se alimentan de los guetos y es de ahí donde reclutan a sus miembros? ¿O el caso brasileño y sus favelas, en muchas de las cuales ni siquiera opera el Estado, pues sus agentes no pueden ingresar siquiera y es la ley de los barones de la droga, la única que se respeta? Seguimos pensando que encarcelar al marginal de la esquina que vende sustancias ilícitas en gramajes mínimos es la solución que nos va a llevar a eliminar este flagelo de calles y escuelas? (O)

 

Un tema en el que de manera recurrente volvemos a viejas y sangrientas soluciones, es sin duda el del consumo de drogas y lo hacemos negando toda evidencia histórica y postulado lógico.