Hay novelas que acompañan durante el momento de la lectura y se olvidan. Hay otras que siembran tal cantidad de materiales intelectuales en el espíritu que nos llevan a rumiarlas durante días, se integran a nuestra cultura personal, nos regalan un mundo nuevo. De estas es Herejes, del escritor cubano Leonardo Padura.

Por encima de sus 513 páginas flota tal halo invitador que he repasado capítulos luego de la primera lectura: había que hacer ajustes, unir hilos de una de sus tramas –porque tiene varias–, equilibrar fechas. Quienes nos habíamos solazado con el detective Mario Conde, protagonista de sus novelas policiacas –siete antes de esta–, tenemos un inspirado reencuentro con él, dentro de una faceta más madura y amarga, ya fuera del sistema policial cubano y notoriamente crítico con el medio y la historia de su país.

Bien puede llamarse a Herejes una novela histórica. Ensambla un precioso material extraído de los libros y de la realidad: el núcleo judío de La Habana y su propio decurrir (el pasaje del barco St. Louis, que a comienzos de la II Guerra Mundial zarpó de Alemania para liberar a 937 personas de la persecución nazi, que luego no fue recibido en Cuba, Estados Unidos y Canadá y tuvo que regresar a su lugar de partida), con un tesoro escondido que remontará los hechos a la Ámsterdam del siglo XVII, donde el maestro Rembrandt ejecutará sus maravillas con el pincel. Padura se mueve en dos planos lingüísticos muy opuestos: del español culto más preciso –pienso en las páginas dedicadas a mostrar el hecho en sí de pintar – a la desenfadada lengua de las calles, llenas de cubanismos.

El desafío mayor del texto radica en entender quiénes son herejes en su amplio mundo imaginado: ¿los judíos que, decepcionados de la carga de dolor histórico que portan, se apartan de la condición de pueblo elegido por Dios y se insertan en el mundo que los rodea?, ¿los pintores judíos a quienes su religión les dice: No  te harás  imagen, ni ninguna semejanza  de cosa alguna  que  esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra, pero que poseídos por un auténtico talento vocacional se dedican a su arte?, ¿los jóvenes cubanos de última generación, que sofocados por el sistema político y la falta de esperanzas se entregan a grupos de marginación propia como los emos porque no tienen libertad para crecer?

Herejes por desobedientes, por disidentes, por pensar con criterio propio, por cultivar sueños y talentos que vistos de otra manera parecen dados por la misma idea de Dios. Esa desobediencia radical, producto de la racionalidad humana es la que entra en conflicto con las jerarquías de cualquier tipo y rompe los andariveles de sumisión que las cúpulas de poder esperan. La familia Kaminsky, que es la columna vertebral de esta historia de centurias, transita geografía y siglos para dar testimonio del recorrido del pueblo judío, creando núcleos humanos sobre la faz de la tierra.

Impresiona la erudición de esta novela, su manejo de visiones globales al mismo tiempo que cuida detalles y vigila sin piedad el idioma. Padura parecía haberlo dado todo en El hombre que amaba a los perros, su gigantesca novela sobre Trotsky, pero Herejes la supera. Nos emociona la idea de que los tendremos en Guayaquil en la Feria Internacional del Libro, en septiembre. (O)