Hay horrores que exceden lo apalabrable. Hay cinismos enunciados como discurso de Estado que ofenden el pudor. Hay obscenidades que se exhiben en cadena nacional de televisión. Hay perversiones que invaden los sentidos y producen repulsión automática. Hay cobardías continentales que se justifican en el nombre de la libre determinación de los pueblos. Hay complicidades diplomáticas regionales que parafrasean a Clausewitz: la diplomacia como la autorización de la continuación de la guerra declarada por un tirano contra sus propios compatriotas por todos los medios. Hay imbéciles anacrónicos que todavía creen que los sátrapas latinoamericanos son héroes perseguidos por el imperialismo yanqui. Todo lo antedicho se condensa en la imagen de un Nicolás Maduro riendo cuando afirma que reprime a la oposición con “agua y gasecitos lacrimógenos”, mientras uno de sus verdugos dispara mortalmente a quemarropa contra el desarmado David Vallenillas, un enfermero de 22 años de edad.

A partir de esta imagen, cualquier defensor del actual régimen venezolano será sospechoso de complicidad perversa. Porque lo indefendible ha erigido la perversión en política de Estado, con la tolerancia de algunos gobiernos de la región, incluyendo el ecuatoriano, y la indiferencia del resto del planeta. Maduro ha llevado a su país al segundo lugar de los mayores productores mundiales de pobres y de migrantes desesperados del mundo, después de Siria. Maduro ha inundado las calles del norte de Quito con venezolanos empobrecidos vendiendo unos pastelitos que pocos compran, para ganar unos centavos que les permitan comer. Maduro ha llenado nuestros negocios y restaurantes de venezolanas jovencitas que atienden con gentileza a los clientes para vivir de las propinas. Maduro nos ha enviado profesionales competentes que deben contentarse con empleos mal pagados, para enviar dinero a su país. Maduro ha inventado una diáspora que recuerda aquella que llegó a Norteamérica y a muchos países sudamericanos desde Europa en la década de los años 30.

La posición timorata de nuestro servicio exterior ante lo que ocurre en Venezuela no nos enorgullece. Solamente los incondicionales intentan justificar el asesinato del joven opositor venezolano, argumentando la cantinela del socialismo del siglo XXI. Hay crímenes de Estado y criminales que recurren a ellos para sostenerse indefinidamente en el poder y para esconder el crimen organizado que ha prosperado bajo su régimen. No hay justificación política o ideológica para los delitos de lesa humanidad que su gobierno comete contra los venezolanos. La masacre de Nicolás Maduro contra su propia gente sobrepasa cualquier discurso conocido, está fuera del lenguaje, resiste cualquier posibilidad de simbolización a través de la palabra, profana la inteligencia de las víctimas nacionales y de los testigos extranjeros, y reduce la palabra “diálogo” a un desecho. Cualquier fenómeno político donde un gobierno tiránico asesina a los jóvenes de su nación nos concierne a todos los que tenemos hijos, sangre en las venas y vergüenza en la cara. Maduro y su pandilla ha convertido a un bello país en el infierno de nuestro continente, con el aval de algunos gobiernos vecinos. ¿Cómo ubicarnos, ciudadanos ecuatorianos, frente a este horror?

 

PD: Mi solidaridad con Martín Pallares, demandado por averiguar la verdad utilizando aquel recurso lógico de los niños que desnuda a los adultos carentes de imaginación: “Supongamos que…”. (O)