Los agricultores extreman sus preocupaciones cuando del mercadeo de sus productos se trata, están conscientes que es la parte más débil de la actividad, fase que no manejan ni controlan, pero es la decisiva, la que determinará si el sacrificio de meses y años resultó en justas ganancias, pues de llegar a colapsar el flujo de colocación de las cosechas desde el campo a los centros industriales o de consumo, con la consiguiente caída de los precios, determinará enormes frustraciones, pérdidas irreversibles y desalientos hacia el futuro. Podrían haber sido exitosas todas las etapas previas, inclusive con alta productividad y calidad, pero si no hay ventas remunerativas, con pago inmediato, se dará al traste con proyectos costosos y entusiastamente ejecutados.

Un ejemplo claro y tangible es lo que acontece con las papas en todas las provincias de la Sierra que la plantan, cuyo abnegado cultivo en ambiente inclemente, ocupa a un buen número de familias de bajos recursos, instaladas en pequeñas parcelas, que recibieron incentivos, como entrega gratuita de materiales de siembra, de buena calidad, con resistencia a plagas y enfermedades, paquetes subsidiados de pesticidas, que esa planta demanda intensamente, a lo que se sumaron las campañas de promoción, con crédito incluido, complementadas con buenas condiciones climáticas, lluvias suficientes y equilibradas que reverdecieron zonas sin riego antes incultas, provocando una elevación de productividad por hectárea, hasta alcanzar un volumen de 421.000 toneladas, resultante de la política: ¡siembra, siembra, después busca quién te compre!

Así, sucedió lo de siempre, lo que se repite en maíz, arroz, soya, maracuyá y otros, a la hora clave bajo el simplista argumento que la oferta superó a la demanda, los “papicultores” fueron abandonados, los transportistas-compradores ofrecieron valores risibles, dos dólares por quintal (en Guayaquil se paga más de $ 25), que no cubre los costos de recolección, limpieza y envasado, prefiriendo los campesinos dejar bajo tierra el singular tubérculo, llamado “tesoro enterrado”, aconsejado para niños y ancianos por sus excelentes condiciones nutritivas, fundamental en la dieta de millones de familias ecuatorianas, aunque persiste un bajo consumo con apenas 25 kilos por persona y por año, cuando en Perú asciende a 85, frente a una alta desnutrición infantil subsanable parcialmente con alimentos derivados de la papa. El jactancioso cambio de matriz productiva hacia la industrialización agraria (la papa es ideal para ella) continúa siendo una quimera.

Este tema ha motivado estudios de expertos nacionales y extranjeros, que atiborran los archivos ministeriales, con diversos matices de soluciones, unas permisivas que proclaman la libre oferta y demanda, otras reivindicando la directa intervención del Estado o la participación organizada de agricultores hacia la venta directa en los sitios de expendio en las ciudades, pero ni los unos ni los otros han podido conmover a los líderes gubernamentales a que asuman y ejecuten con frontalidad mecanismos idóneos de comercialización, que garanticen al sembrador el pago justo de sus cosechas, en correspondencia al esfuerzo que significa cultivar la tierra, mientras se seguirá esperando la cristalización de promesas electorales, siendo el mercadeo de la papa una oportunidad magnífica para demostrar la eficacia de la minga agropecuaria proclamada como salvadora. (O)

 

Podrían haber sido exitosas todas las etapas previas, inclusive con alta productividad y calidad, pero si no hay ventas remunerativas, con pago inmediato, se dará al traste con proyectos costosos y entusiastamente ejecutados.