España representa mucho de lo que hemos vivido no solo en la historia inicial del mestizaje sino en los últimos tiempos, donde la combinación de malas políticas públicas con grave retroceso económico ha forzado a muchos a cruzar el océano buscando nuevas oportunidades. La historia de la guerra civil del 36 del siglo pasado se unen a esa gran ola de latinoamericanos que llegaron a comienzos de este siglo XXI y que juntos representan un parámetro continuo y constante entre España y América Latina. Las razones son variadas, pero la lógica de la diáspora con todas sus consecuencias es posible de verlas y medirlas hoy en las ciudades españolas donde una cantidad importante de expatriados nuestros hacen parte de un paisaje urbano que se desarrolla en medio de una política cargada de resentimientos, frustraciones y odios. Los partidos nacionalistas insisten sobre la necesidad de rechazar las olas de inmigrantes y privilegiar a los suyos, como si los empleos de varios de los expatriados podrían ser desempeñados y queridos por los nacionales. La realidad económica es diferente y la integración no es solo un deseo cultural sino una realidad sobre la que habría que construir una economía integrada y próspera para todos.

Las acusaciones en torno a las razones que llevaron a que casi dos mil millones de seres humanos no vivan hoy en los lugares donde nacieron es una realidad que cada día aquí en Europa tiene en el cruce en precarias embarcaciones de miles que intentan encontrar un espacio donde labrarse un destino. Los españoles llenaron sus barcos en periodos históricos no muy lejanos y hoy varios de ellos buscan forjarse un futuro en nuestros países, ya que en los suyos la generación de los mileuristas (personas con unos ingresos que suelen rondar los 1.000 euros al mes) no alcanza ni para ambicionar la mínima autonomía adulta. En nuestros países, con gobiernos que se llenan la boca de pueblo, tampoco las cosas han ido mejor. Se han maquillado los números para fingir una falsa clase media que sigue viviendo en este precariato mundial donde la realidad no puede soslayarse ni con estadísticas falsas ni discursos vitriólicos. Es un tiempo para otro tipo de gobernantes, aquellos que combinen sensibilidad con realismo, que sean pragmáticos y al mismo tiempo llenos de buenas acciones enderezadas a que el envío de remesas no sea razón de orgullo sino, por el contrario, de un fracaso colectivo, y en especial de los gobiernos, que requiere ser enmendado y corregido.

La diáspora es hoy amarga y lacerante. Detrás de esta hay una realidad que no puede esconderse más y tenemos que asumirla con valentía y coraje.

Las políticas públicas deben también entender estos cambios para buscar políticas de retorno, donde se coloque al ciudadano en el centro de la acción y en donde buscar enemigos de adentro o de afuera no sea solo un mecanismo para prolongar la resolución de estos conflictos llenos de drama social con una fuerte carga conflictiva que puede devenirse en circunstancias violentas o grupos radicales en sus prácticas como “los maras” centroamericanos.

La diáspora es hoy amarga y lacerante. Detrás de esta hay una realidad que no puede esconderse más y tenemos que asumirla con valentía y coraje. Muchos de los que viven afuera mejoran y retornarán con visiones nuevas y provechosas para el país, pero lo importante es que retornen y que los que pretendan salir por razones económicas o políticas no lo hagan porque hay gobernantes que aciertan en sus políticas que permiten desarrollarse en tierra propia.

Hay una generación de latinoamericanos que lamentan con nostalgia las oportunidades perdidas en su tierra y que mínimamente se abren en suelos ajenos. Hay que detener la diáspora porque ella refleja el fracaso de la política en la gestión del bienestar ciudadano. (O)