Si les hiciera la pregunta, ¿qué contestarían ustedes? Coseché respuestas inesperadas. Unos hablaron de cólicos nefríticos, quemaduras de tercer grado, fractura de la columna, dolor de muela, del parto, una patada en los testículos (buena arma contra los asaltantes), migraña de racimo (dicen que es como si te arrancaran el ojo, un dolor paralizante se instala en tu cabeza haciendo que todo te moleste: ver, oír, pensar, moverte o hablar, causando malestar y desesperación). Una mujer habló del cáncer de los huesos, todos sin excepción me hablaron del dolor físico. Sin embargo, nadie me comentó lo que ha de ser morirse de hambre o de sed, hambre de pan, de justicia, de amor, de lo que sea.

El dolor puede ser privación eterna de libertad, amar a quien no podrás jamás tener, ver morir a un hijo, un nieto, una esposa, un esposo. El dolor es no tener a quien agradecer por el don maravilloso de la conciencia.

Muchos libros han mencionado la tortura, pienso con escalofríos en los cristianos degollados como lo que sucedió al sacerdote francés Jacques Hamel, de 86 años, mientras oficiaba misa, o en todos quienes fueron torturados por tener una creencia diferente a la de sus verdugos. Recuerdo las tres mil inocentes víctimas de las Torres Gemelas, más a quienes lloraron su muerte. Mientras pensaba escribir este artículo estuve leyendo un recorte de prensa en el que narraban cómo unos individuos encapuchados irrumpieron en un restaurante, regaron gasolina, prendieron fuego. Quienes no murieron sufrieron quemaduras muy graves en todo el cuerpo. En nuestro siglo XXI no todos han logrado pasar del salvajismo a la civilización.

No dejo de evocar a los millones de seres esqueléticos que murieron en las cámaras de gas de Buchenwald, Dachau, Belsen, Treblinka, Mathausen, Ravensbrück y tantos otros, los fusilados, los ahorcados, dramas que la juventud actual probablemente ignora. En un campo de concentración donde se asesinó a cientos de sacerdotes, tuvo lugar la primera –y única en la historia de la Iglesia– ordenación clandestina del seminarista Karl Leismer por el obispo de Clermont-Ferrand. Existen seres humanos capaces de desafiar a la misma muerte. Es difícil retener lágrimas cuando se visita la pequeña población de Oradour sur Glane, en Francia, donde las tropas de Adolfo Hitler asesinaron a todos los hombres, mientras tenían encerrados a los niños y las mujeres. En total fueron exterminadas 642 personas, contabilizándose 190 hombres fusilados, 245 mujeres, 207 niños ametrallados, quemados en la iglesia. ¿Cómo es posible que lo hayamos olvidado tan pronto? ¿Y también Hiroshima. Nagasaki, Dresde, Indochina, Vietnam?

Cuando un terremoto cobró numerosísimas víctimas en Manabí, aquel día fatídico del 16 de abril de 2016, ¡cuántas lágrimas y desesperación! La naturaleza desde siempre nos azota con cataclismos, tsunamis, temblores, inundaciones, incendios. Nos sentimos tan frágiles cuando no podemos siquiera confiar en el suelo que pisamos. Basta un iluminado capaz de amenazarnos a todos con sus misiles nucleares.

Entonces, díganme, ¿qué es lo que nos queda? Pues el amor testarudo, terco, porfiado que se sabe vulnerable, que no siempre es correspondido pero desafía al mismo destino. (O)