Creo que fue Yves Bonnefoy quien dijo, refiriéndose a Baudelaire, que cuando los poetas dudan de la palabra se vuelcan a la pintura. Ambos eran poetas y ambos, al mismo tiempo, eran grandes ensayistas sobre el arte. Supongo que también se puede derivar a la música o a la escultura o cualquier otra forma de arte en la que la palabra entra en reposo y se abre un paréntesis, un momento de descanso para la centralidad a veces exasperante de la sobreabundancia e imprecisión verbal. No podemos prescindir de la palabra, porque es una creación humana y en ella se mantiene y continúa una parte de lo que somos. Cierta poesía y cierta narrativa, aún recurriendo a la palabra, introduce silencios, hiatos, elipsis, y contenciones donde la palabra se convierte en carnada para otra cosa, como dijo alguna vez Clarice Lispector.

Pero, ¿qué ocurre cuando es al revés? ¿Qué pasa cuándo se parte del silencio verbal y lo que se abre son esos rieles donde se deslizan decenas de anécdotas: todo aquello que conforma una historia en movimiento?

Comento esto porque la semana pasada pude ver en Quito, en la sala Mariana de Jesús de la Casa de la Cultura, la reciente obra de teatro gestual, Respira, una idea original de Santiago Carcelén Vela, dirigida por Magdalena Soto y protagonizada por el primero junto con seis actores más, y me quedé con una turbadora pero también grata sensación que descolocó mi percepción. Y eso solo lo produce una obra de arte, todavía más cuando se percibe el profundo trabajo de investigación y exploración llevado a cabo. Me quedaron varias inquietudes que no tengo resueltas del todo. Por suerte, la obra se repondrá en el teatro Malayerba del 15 al 18 de junio y será una buena oportunidad para volver a verla.

No hay nada escandaloso ni efectista en esta obra. Ninguna forma de violencia o sensacionalismo fácil. Más bien se trata de sutilezas en las que no es posible distraerse un segundo. Porque no se habla en ella. A lo mucho se repite un nombre unos breves segundos y el resto es silencio. Seis actores vestidos de blanco en un escenario completamente desnudo es la única escenografía. Lo que al comienzo empieza a ser una dinámica de movimientos que parecen sugerir una danza, se convierte en una narración en todo el sentido del término. Pero narración sin una sola palabra. Los actores hacen de protagonistas y hacen también de objetos, o mejor dicho, curvan y pliegan el cuerpo para sugerir el contorno de un objeto: lo pintan con el movimiento. Para sugerir una puerta el actor se mantiene erguido y dobla el brazo sacando el codo, de manera que los protagonistas con tocar ese codo-manija hacen que el actor gire sobre sí mismo y abre la puerta imaginaria. En el mismo inicio de la obra, los actores dibujan con sus cuerpos un auto donde el protagonista conduce y tiene un accidente. Este es el detonante de la historia. El protagonista, Martín, caerá en coma y esto provoca una alternancia entre quienes lo vienen a visitar y sus historias compartidas en el pasado. Aquí es donde empieza la magia: porque a través de esos movimientos, sin ninguna palabra, se reconstruyen historias de infancias, de amistad, de amor y desamor. La limpidez verbal y la precisa selección de los gestos esenciales, permiten al espectador conectar con esa representación y reinterpretar y recordar su propia vida.

¿Cómo expresar con seis actores vestidos de blanco que no dicen ni una palabra los conflictos de una vida entera colocada al borde de la muerte? No puedo dar la respuesta con una palabra. Hay que verla porque una historia, habrá que recordarlo siempre, no es solo lo que cuenta sino cómo se la cuenta.

Es como ver una película, pero no solo porque se cuenta una historia. Hay un cierto énfasis de perspectivas cinematográficas que se perciben a lo largo de la obra. Por ejemplo, el protagonista en estado de coma está recostado (no sobre una cama, sino sobre la espalda de otro actor que simula ser una cama) y levanta la pierna izquierda para remarcar la cama imaginaria. Pero, de pronto, los actores hacen un movimiento y se ponen “de pie”, de manera que se lo ve desde arriba, como en una toma picada. “Respira” está plagada de decenas de leves y pequeños detalles gestuales que, por su levedad, apuntalan sólidamente el desarrollo de la historia.

En la idea convencional del mimo parecería que todo consistiera en la eliminación de la voz y la exacerbación del gesto, casi la caricatura del movimiento. Aquí no se produce esto. De hecho, la gestualidad de ese cuerpo poético es tal que probablemente el espectador podría llegar a olvidar que está viendo un teatro de mimos y que más bien está sumergido en la narración plena de una historia. Eso me ocurrió, si me permiten la primera persona. Yo que trabajo con palabras, me llevé varias interrogantes. ¿Cómo opera la palabra? ¿No es acaso la palabra también una forma de gesto para incidir en las curvas del movimiento de una historia? Quizá porque toda forma de arte pinta bordes sobre algo ausente, pero gracias a eso lo revela.

Dios duerme en el detalle, decía Flaubert, que sabía muy bien lo definitiva que es la palabra engastada en el sitio preciso. Porque eso es lo que retendremos de una novela y un cuento bien escritos: ese fulgor de una imagen mínima y relevante. En el teatro de Carcelén Vela y Magdalena Soto, el fulgor de un gesto armoniza con un movimiento de conjunto, este relato de largo aliento y de no menos problemático tema. ¿Qué ocurre al final con la historia de Martín? ¿Cómo expresar con seis actores vestidos de blanco que no dicen ni una palabra los conflictos de una vida entera colocada al borde la muerte? No puedo dar la respuesta con una palabra. Hay que verla porque una historia, habrá que recordarlo siempre, no es solo lo que cuenta sino cómo se la cuenta. Por eso es que las historias, por su contenido, pueden ser las mismas. Nunca lo serán en la manera de contarlas. (O)