Lucen inofensivas, apenas ocho centímetros por cinco, caben en el bolsillo de la camisa, se multiplican en las carteras. Siento angustia cuando las mujeres van en busca de algo, en aquellos bolsos de tamaño diverso, hasta meter la cabeza en ellos. Es que una cartera es un mundo inescrutable en el que se mezclan las llaves de la casa, la del auto, los pañuelos desechables, neceser de maquillaje, perfume, una botellita de agua, las gafas antisolares, documentos, cédula de identidad, licencia de manejar, unas toallas sanitarias, pastillas o caramelos, y si hay un bebé, pues ni quiero imaginar los pañales, el biberón y otros accesorios. No puede faltar el bolígrafo, siempre difícil de hallar en esta jungla portátil. Hay tantos modelos de cartera, desde las que gritan los nombres de Vuitton, Chanel, Hermés, Prada, Fendi, entre tantas; puede ser bolso de mano, tote bag, bandolera, clutch,  shopper bag, Johann Sebastián Bag, portafolio, alforja, ¿qué sé yo? No dejo de sentir ternura hacia aquel eterno mundo de las mujeres.

Se presume que si una lleva una cartera de Luis Vuitton (la que ostenta la primera dama de Francia) no puede ser una cualquiera. Si en vez de cartera prefiere una mochila, se ubica en la categoría de las trotamundos de limitado presupuesto. Sin embargo, cuando dicha mochila tiene la forma de un oso de peluche, lo de la capacidad monetaria pasa al segundo plano.

Al llegar a la caja del supermercado podemos blandir nuestra tarjeta de plástico con inaguantable muesca de superioridad, a la manera de Míster Bean, como proclamando que disponemos de fondos ilimitados o que pertenecemos a una élite adicta al consumismo. Más impresionante será si para firmar la cuenta sacamos a relucir una pluma estilográfica de Montblanc o un bolígrafo enchapado en algo que parece ser oro del bueno. Me impresionaba la que usaba León Febres-Cordero para firmar los decretos.

Y vamos con fe y alegría comprando más y más hasta agotar la reserva de tinta de la pluma fuente. Despertamos un día cualquiera cuando llega el sobre aquel donde reposa el monto de nuestros desvaríos. Se nos advierte que existe un pago mínimo, el que de cierto modo alivia nuestra conciencia. Si por algún motivo no cancelamos a tiempo la deuda, llegará a nuestro teléfono celular un aviso perentorio: “Usted debe abonar la cantidad de $ 480 HOY”. Aquellas letras mayúsculas, énfasis en la fecha, constituyen una especie de ultimátum. Desde luego solemos tener varias tarjetas que nos apuntan por los cuatro costados. Nos van repitiendo que tenemos el mundo a nuestros pies, hasta dejarnos descalzos.

Siendo un soñador nada realista, extravié como media docena de veces una que otra de mis tarjetas. Hasta abandoné una en la boca de un bancomático, olvido con frecuencia las claves.

Si vamos apilando en el mostrador del supermercado unos billetes mugrosos, monedas fraccionadas, nos mirarán como si fuésemos seres antediluvianos. Pues no logro olvidar a estas personas que van quitando del carrito tal o cual producto mientas miran con angustia cómo va subiendo la cuenta en la máquina registradora. Es triste pensar que a veces solo somos lo que poseemos. (O)