Él hacía todo por todos. Nadie más era necesario. Para diseñar un camino, construir una represa, elevar monumentales edificios, ahí estaba él, para eso y para mucho más. Si había que enfrentarse a un enemigo, de los muchos que acechaban para acabar con su revolución, él ocupaba por entero la primera fila. Si había que silenciar a alguien, bastaba una señal de su parte. Los fieles seguidores, especialmente los que poblaban el sistema judicial y los fortalecidos organismos de espionaje, estaban adiestrados para transformar las alusiones en órdenes de cumplimiento inmediato. Si había que opinar sobre la política interna y sobre lo que ocurría en el mundo, solo era necesario escuchar su siguiente discurso en un acto formal, lleno del boato que tanto le gustaba, o sencillamente esperar a que se le ocurriera lanzar una de sus grandes ideas. Los sacrificados redactores –difícil llamarles periodistas– de los medios de comunicación que controlaba sintieron alivianada su tarea cuando comprobaron que bastaba repetir lo que él había dicho.

Durante largos años, la historia giró en torno a él. Su palabra era sagrada, inapelable. “Ustedes saben que nunca me equivoco”, dijo con especial firmeza por si a alguien se le ocurría pensar que en sus afirmaciones hubiera la más minúscula muestra de esa cualidad humana que es la falibilidad. Se cuenta que, por ello, nadie se atrevió a hacerle notar que había aprobado dos proyectos que le presentaron como alternativas para la construcción de un faraónico edificio. Estando ambos aprobados, no quedaba más que edificarlos. La mitad se hizo siguiendo el un proyecto, la otra mitad de acuerdo al otro. El resultado le fue presentado como el aporte autóctono a la arquitectura y, por tanto, como la ruptura con la estética burguesa e imperialista.

Fue el mejor economista, el mayor estadista, el más alto teórico de la revolución, no solo fronteras hacia adentro, sino a nivel mundial. Lo que ocurría en el país fue presentado como ejemplo para la humanidad. Todas las demás voces callaron. Unas por decisión propia, otras –las más– porque fueron obligadas a silenciarse. Los intelectuales que no se sometieron a repetir las consignas oficiales –que, por cierto, cambiaban de acuerdo al humor de él– fueron marginados, desacreditados, perseguidos y finalmente eliminados del Olimpo revolucionario. Los que se quedaron disfrutaron de canonjías y sinecuras, mientras se volvían incapaces de comprobar cómo se iba marchitando su entendimiento. Fue el más grande. Los sustituyó a todos. Habló por ellos. Dijo que él ya no era él, que él era el pueblo.

Su formación de catequista ayudó significativamente para que siguiera el camino que le había marcado el destino. Lo suyo fue predestinación. Su complicado nombre, Iosif Vissarionovitch Dzugasvili, lo cambió por el más sencillo de Stalin. Hombre de acero, así pasó a llamarse. Se cuenta que cuando llegó a nuestras tierras la noticia de su humana muerte, un escritor entró precipitadamente al lugar donde sesionaba el Comité Central del Partido y les dijo lo que nunca hubieran querido oír: “Se jodieron, cholitos, ahora sí, ¡a pensar!”. (O)