La deposición del expresidente brasileño Lula frente al juez Moro, quien investiga el mayor escándalo de corrupción mundial conocido, ha sido cubierto desde diferentes aristas. Para algunos era poner frente a frente a un político popular caído en desgracia y acorralado por los hechos delictuosos que involucran a cercanos personeros de su gobierno y a sí mismo y un magistrado ético que busca limpiar la cloaca a cielo abierto de la corrupción de su país. Fue de lejos una gran metáfora no solo del Brasil sino de una América Latina que pasa por circunstancias similares, pero donde aún no tenemos una justicia que se encargue de poner límites al mayor escándalo de nuestro subcontinente.

En Argentina mataron al fiscal Nisman y estoy seguro de que en otros países algunos jueces tienen suficientes ganas de enfrentar a este monstruo de siete cabezas que amenaza con devorar a toda la democracia en su conjunto, pero no se animan. La política busca salvar el pellejo de diferentes maneras. En el caso brasileño, un teatral Lula incluso lloró cuando involucraron a su difunta esposa en los hechos criminales y buscó afirmar que existía una gran conspiración en su contra que debería ser resuelta en las urnas. El político cree que todo se circunscribe a la cantidad de votos que pudiera sumar por métodos lícitos e ilícitos buscando dejar en evidencia a una justicia a la que no le debiera importar eso para dilucidar un hecho delictuoso. Tontamente nuestros políticos siempre creen que existen fuerzas ocultas que desde la prensa o en sectores de la sociedad están buscando desacreditarlos, cuando son ellos mismos por falta de transparencia y honestidad los que han facilitado los hechos que hoy son investigados. ¿Cómo es posible creer que un presidente como Lula no sabría nada de un hecho de corrupción de más de 11 mil millones de dólares? O de una empresa como Odebrecht que reconoce haber tenido un departamento exclusivo para pagar sobornos debido al tamaño de la corrupción y la complejidad del negocio. Brasil nos muestra a cara descubierta cómo opera el gran cáncer de América Latina con sus ramificaciones que casi nos llevan a calificar de metástasis lo que acontece.

¿Cómo es posible creer que un presidente como Lula no sabría nada de un hecho de corrupción de más de 11 mil millones de dólares?

Están metidos todos: desde empresas privadas, intermediarios como la Iglesia, partidos políticos o instituciones como el congreso o la justicia. Los intentos de limpiar no han sido fáciles y en ciertas ocasiones han llevado a crear fiscalías manejadas por extranjeros, como el caso de Guatemala, debido a que los locales no eran capaces de hacer frente al tamaño del problema. Una justicia transnacional para un hecho de igual carácter. El escándalo de la FIFA es un buen ejemplo del problema y cómo hechos frecuentes al interior de nuestros países no eran conocidos, y si lo fueron no tuvieron a un juez Moro local que los investigara. Tuvo que ser una fiscal como Loretta Lynch la que actuara para acabar con antiguos señores convertidos en actores criminales de impacto mundial.

El juez Moro es la contracara de un Lula al que le queda poco margen de maniobra. Está buscando huir hacia adelante con el cuento de que no lo quieren ver competir de nuevo, cuando todo su entorno ya cantó lo que nunca habría querido que se supiera: la corrupción rampante en su gobierno.

Hay que dar un voto de confianza en la justicia, la verdadera, la que se anima a extirpar el cáncer de la corrupción y hay que buscar cualquier tipo de fórmula local o internacional que tenga el coraje de hacerlo. De parte nuestra: aplaudir y estimular la contracara de la delincuencia. (O)