Hace un par de semanas tuve la oportunidad de participar en un evento organizado por el Centro Cultural Metropolitano de Quito, en el cual pude compartir con los presentes sobre las relaciones que existen entre la arquitectura y el poder. Siempre que se piensa en aquellas etapas de la historia, en la que el poder ha quedado en manos de muy pocos, evocamos la imagen de algún edificio que consideramos como el ícono de dicho poder. Resulta imposible hablar de la monarquía absolutista de los Borbón en Francia, sin pensar en Versalles; y la dictadura de Hitler se relaciona no solo con aquellas congregaciones multitudinarias, sino además con esos edificios enormes y desproporcionados que Albert Speer jamás tuvo la oportunidad de construir para su Führer.

Nuestro Ecuador ha sido también el escenario de varias manifestaciones arquitectónicas de semejante naturaleza. Desde los tiempos coloniales, los poderosos se han manifestado a través de la construcción de templos, palacios, edificios comerciales y edificaciones gubernamentales. En cada una de dichas obras podemos encontrar una expresión del ejercicio del poder, sea este religioso, político o económico. Queda claro que el poder puede ser ejercido sin construir nada. Sin embargo, este siempre busca tomar forma a través de la arquitectura, la cual se vuelve un canal que le permite prolongar su presencia en el tiempo e instaurarse de manera más institucionalizada.

En varias ocasiones he mencionado cómo Bernard Tschumi explica la arquitectura como el resultado espacial de las interacciones entre el concepto, el contexto y el contenido. En el caso de la arquitectura construida por el ejercicio del poder, la intención fundamental radica en impactar y alterar el contexto, basándose en conceptos fundamentalmente ideológicos, utilizando el contenido –es decir, el programa de actividades que se realizarán dentro del edificio– como una simple excusa.

El gobierno saliente logró materializar su poder en las famosas plataformas gubernamentales, sobre todo en la famosa Plataforma de Gestión Financiera, ubicada en el corazón económico del hipercentro de Quito. Su verdadera intención no es agrupar a las instituciones económicas del Estado en un solo lugar, sino materializar el poder ejercido en los últimos diez años en una estructura que busca alcanzar la monumentalidad de manera errada, a través de una grandeza desproporcionada, pisoteando las condiciones urbanas circundantes e insertando una construcción que obstruye en el paisaje topográfico de la capital. Construyéndose un edificio público se ha construido una cicatriz urbana.

Tipológicamente, la Plataforma de Gestión Financiera puede entenderse como un muro habitable. Un muro que –para algunos– evoca al desaparecido muro de Berlín. Por sí solo, un muro no es arquitectura. La función del muro de Berlín era aislar a una comunidad. La plataforma financiera busca unir diferentes programas. Se une además a una ciudad entera, en la contemplación de la plataforma como un objeto que no busca ser bello, o agradable, sino –simplemente– ser visto.

Cuando el ejercicio del poder busca plasmarse por medio de la arquitectura, lo hace con la intención de convertirse en parte de la memoria colectiva. La memoria no solo se hace a base de recuerdos, sino también de traumas. (O)