Me hubieran visto trapeando esta tarde mientras afuera llovía. Con las medias mojadas para no dejar marcas de pantuflas en el piso. Ahorrando electricidad gracias al pop porque ni siquiera tuve que encender la radio y la canción de ayer seguía sonando en mi cabeza. Me hubieran visto trapeando mi departamento luego de haber aspirado hasta el último pelo de la alfombra, embriagada por la satisfacción de haberle arrancado con el tubo una a una las pelusas, los cabellos larguísimos que ya no se sabe de quién mismo son. Me hubieran visto vencedora de esa batalla campal en la que armada del tubo de la aspiradora no le di tregua a esa alfombra invencible que ha sobrevivido tres orinas de gato, días y noches a la intemperie e incluso reclusión solitaria cuando la dejamos durante semanas en la bodega hasta que le permitimos volver, ya curada de su mal olor, al hogar.

Me hubieran visto trapeando esta tarde luego de haber comprado un trapeador nuevo porque el viejo se desteñía (y era rojo) al contacto con el agua. Me hubieran visto tras una década de vivir en Alemania caminando confundida por la tienda, rompiéndome la cabeza para recordar cómo se dice “esa cosa peluda y con un palo que sirve para limpiar los pisos con agua” y sin atreverme a acercarme a la vendedora para explicarle con manos y pies lo que me urgía. Me resigné a perder media hora buscando un trapeador, yo y mi orgullo de migrante sin smartphone. Me hubieran visto cuando por fin lo encontré, pagué, tomé el tranvía y llegué a casa, triunfante, con mi trofeo que según la factura se llama Wischmopp y costó 7,34 euros. Me hubieran visto cuando por fin terminé de trapear y afuera la lluvia se había transformado en granizo.

En algún momento terminas por convertir tu vida en una puesta en escena de tu propia egolatría, terminas por aburrirte de ti misma y descubrir que sigues siendo esa niña que cree huir de la soledad a bordo del aplauso, la admiración y el amor del gran público.

Cuando era niña solía imaginarme que mi vida era una serie de televisión, y que cada tragedia familiar era vista por millones de espectadores que por supuesto siempre estaban de mi lado, fascinados por mi vida, mis ideas, mi talento, mis ojos que con el tiempo se fueron destiñendo (por llorona, según mi hermana mayor). Vivía presa de la imaginación desaforada y el narcisismo típico de los niños que quisieran sentirse menos solos. No sabía entonces que años después se haría realidad el Gran Hermano en versión light: el aterrador ojo surgido de las pesadillas de George Orwell en su novela 1984, ese órgano de control de una dictadura capaz de espiar en los rincones más íntimos de tu vida para controlarte y someterte, convertido gracias a la varita mágica de la cultura televisiva en un show que hacía las delicias de exhibicionistas y voyeurs. Y yo, que toda la vida soñé con un público para mi vida, y que además pasaba horas espiando la vida de los otros, no sobreviví un solo episodio de esa serie, ni de ninguno de los reality que le siguieron. Vendrían también hi5, facebook, instagram y etcétera, que terminaron uno a uno por desilusionarme: no, no era tan fabuloso ser la estrella de tu propio show, especialmente cuando eres actor, guionista y director, todo en uno. En algún momento terminas por convertir tu vida en una puesta en escena de tu propia egolatría, terminas por aburrirte de ti misma y descubrir que sigues siendo esa niña que cree huir de la soledad a bordo del aplauso, la admiración y el amor del gran público.

Me hubieran visto trapeando el baño y olvidándome un segundo de mí misma para pensar en política, en el gigantismo de las obras escultóricas que rinden culto a la dinastía comunista de Corea del Norte, todos esos Kim y su egolatría demente, preguntándome si nunca han trapeado su casa y se han puesto a pensar si tiene sentido destruir el mundo para comprobar que tenían razón, para mostrar su poder y demostrar que su pelota nueva era mejor que la del vecino y que son los más fuertes y que les basta con aplastar un botoncito para romperles todo lo que se llama cara. Preguntándome si el niño rico de enfrente, al que le encanta construir casitas, edificios, torres, muros, alguna vez ha trapeado su torre mientras se pregunta por qué esa obsesión con que lo aplaudan, si vale la pena pasarse el día mandando mensajitos a sus enemigos por palomita mensajera, escribiendo cualquier cosa que le sale de los dedos tan ágiles como su boca y que dicen nomás todo lo que piensan. Me hubieran visto trapeando el baño y pensando en todos esos niños que somos y en los juegos siniestros que empezamos a jugar cuando dejamos de ser capaces de agarrar un trapeador, vernos al espejo con una sonrisa y aprender a perdonarnos a nosotros mismos mientras limpiamos nuestra propia mierda. (O)