La película de Pablo Larraín, titulada “Neruda” a secas, es interesante por varios aspectos. Para abordarlos tendré que revelar parte de su trama, así que ahora mismo puede abandonar el lector estas líneas. Pero sé que no abandonará, porque los buenos lectores sospechan siempre que la obra de arte es mucho más que una trama, acaso una textura que decía Nabokov, así que prosigo.

Parecería que “Neruda” es solo una película sobre el poeta. Aunque habla de él, de quien en realidad habla es de una conciencia que trata de entenderlo en su complejidad. He aquí la textura. Desde el mismo comienzo hay una voz en off que observa al poeta en sus momentos de gloria. Neruda tiene 43 años, tiene fama internacional como poeta, sus libros se reeditan y traducen incesantemente. Desde 1945 es senador por las provincias chilenas de Tarapacá y Antofagasta. Su vida es una fiesta. La voz muestra el lado frívolo y burgués de la izquierda. Justamente en una fiesta, en la que Neruda se maquilla y disfraza de Lawrence de Arabia, irrumpen unos líderes populares a los que el poeta atiende un poco fastidiado. No está dispuesto a interrumpir su celebración. En ese momento creí que la película iba a ser una crítica a la izquierda chic valiéndose de Neruda.

Pero se produce un giro. Esa voz en off se revela como la de un policía, llamado Óscar Peluchonneau –nombre real de un director de la policía– interpretado por Gael García Bernal con gran acierto, y a quien el gobierno de González Videla le encarga capturar al poeta. Neruda había publicado una carta crítica al presidente, titulada “Carta íntima para millones de hombres”, por haber traicionado a sus aliados de izquierda una vez alcanzado el poder. González Videla consiguió el desafuero de Neruda de su cargo de senador y los tribunales de justicia ordenaron su detención. Neruda pasa a la clandestinidad y empieza la persecución.

Todo este episodio ocupa pocas páginas en las memorias de Neruda, Confieso que he vivido. Es el cuaderno 8, titulado “La patria en tinieblas”. Durante un año, Neruda vive en la clandestinidad, yendo de un sitio a otro –en cierto momento iba a embarcar para Guayaquil– mientras avanza en la escritura de su libro monumental, Canto general, monumental por extenso y por desigual (una pena que el apasionamiento político del momento haya llevado a Neruda a escribir en su poema: “González Videla la rata que sacude su pelambrera llena de estiércol y de sangre”). Es aquí donde la propuesta del director Pablo Larraín va más allá de una simple puesta en escena biográfica. Y es por el policía que persigue a Neruda.

El problema, parece sugerir Larraín, es quedarse en un solo lado, es decir, sacrificar la racionalidad individual por la ideología del bando.

No se trata de un simple mastín. No es el inspector Javert persiguiendo despiadadamente a Jean Valjean en Los miserables. Todo lo contrario, aunque hereda rasgos. Algo atormenta a este personaje, también de origen marginal. Hay una escena en la que va a reportar al presidente González Videla que no ha capturado todavía a Neruda y se da cuenta de que es un mero instrumento y que lo desprecian. La persecución del policía sigue hacia el sur de Chile. Pero ya deja de ser una simple película realista, sino que se abre a unos puntos de fuga surreales donde el guión y el director disfrutan de escenas por sí mismo fascinantes, como el monólogo del travesti en un burdel que cuenta emocionado al policía haber conocido a Neruda, o el diálogo entre la esposa de Neruda y el policía, en la que ella le espeta a este que es un personaje de ficción. Hay sueños y delirios en esta película. Llegados a la montaña andina, nevada, la persecución es apremiante. “No se juega con los Andes”, dice Neruda en Confieso que he vivido. Pero también hay algo de tragicómico en esta persecución del policía solo y atormentado. Y esto culmina con una escena final en la que el policía se revela como algo más, porque cierra los ojos y vuelve a abrirlos (aquí no develaré más). El perseguidor crea al perseguido, y viceversa. El problema, parece sugerir Larraín, es quedarse en un solo lado, es decir, sacrificar la racionalidad individual por la ideología del bando.

Por la historia real sabemos que Neruda pudo escapar y llegó a Europa. Por la película lo vemos en una barcaza en París dando una rueda de prensa, nuevamente gozando de su prestigio, arropado por Pablo Picasso y otras figuras notables. Y aquí de nuevo ocurre algo que ya no es de la voz en off del policía, sino de la decisión del director de hacer hablar a los personajes en francés sin que haya subtítulos. Son unas declaraciones no precisamente breves. Y resulta curioso porque cumple una simetría muy sutil con el inicio, con esa fiesta frívola y snob a la que el pueblo no entra.

Tenemos así una película que no inclina la balanza por la apología o el ataque indiscriminado al Neruda real. Más bien lo que tenemos es la construcción de una conciencia escindida que sabe reconocer lo bueno tanto como las debilidades y flaquezas. Que Larraín se haya tomado libertades frente a la biografía de Neruda, y frente a un realismo chato e ingenuo, es su mayor acierto. Y se convierte en una película necesaria para mostrar la indignación del poeta que apoyó a González Videla para llegar a la presidencia, y que, como siempre ocurre, una vez alcanzado el poder todo se trastoca. Pero también muestra la secreta vanidad del que se sabe perseguido y lo aprovecha oportunamente para buscar fama heroica, del que propende a la victimización como una salvaguardia para cualquier exceso. La película no se pierde en una sensiblería lírica conveniente a la insensible derecha –no la busquen los que esperan los poemas de amor y la canción desesperada– pero tampoco es un panfleto ramplón para la izquierda demagógica. Es una ficción. Y de las buenas. Porque introduce dudas. (O)