Como acaba de empezar el año lectivo, me ha dado por recordar de cuando yo asumía el desafío de un nuevo período y presentaba mis asignaturas a los alumnos. Sé que las cosas han cambiado un tanto, pero lo esencial de la educación se resume en lo mismo: programación, preparación de materiales, coordinaciones horizontales y verticales con los colegas, dictación de la clase, tareas. Lo medular es y seguirá siendo lo que ocurre en el aula, el partido que se saca a la hora compartida en ese juego de fuerzas al que la pedagogía le pone muchos nombres y profunda atención.

Yo fui y sigo siendo una profesora de Lengua y literatura, tal como podría llamarse la materia pese a los muchos nombres que ha ido recogiendo en el camino. Tal vez, solamente Español, que como dicen algunos escritores, es la nación en la que vivimos porque nos pensamos y decimos en ella. El autodidactismo característico del siglo XIX demostraba que sobre elemental escolaridad, una persona podía levantar el edificio de una cultura ilustrada a base solamente de lecturas. Ya no ocurre tal cosa. Ahora estamos convencidos de que la educación es un proceso que debe pasar por varias etapas y que debe contar, fundamentalmente, con la experiencia de crecer en sociedad.

Entonces, hay que “estudiar” lengua y literatura a lo largo de toda la vida escolar. Hay que dosificar las nociones y repetirlas para hacerlas carne de pensamiento (¿cuántas veces, si no, nos hemos aproximado a los conceptos de sujeto y predicado de la oración?), hay que adiestrar las capacidades de escuchar, hablar, leer y escribir sobre la base fundamental: el ejercicio del pensar.

Todo eso se puede conseguir con una obra literaria entre las manos. El primer acierto de una buena sesión de aula es la elección del libro que suponga un mínimo de interés de parte de los estudiantes: ¿un clásico con su distante lenguaje? ¿Un ejemplar de moda con su banal intrascendencia? ¿Una pieza nacional que hable de montubios e indios? ¿Una historia fantástica futurista o de múltiples asesinatos, como extraída de una serie de televisión? Cada una de estas opciones es posible, todo depende de qué se haga con ella en el aula.

Y he allí la rareza. Conozco de planteles en los cuales maestros llenos de buenas intenciones andan detrás del narrador heterodiegético u homodiegético, de la contabilización de las figuras retóricas, de la concentrada búsqueda del tema por medio de la estructura, antes de que se pongan como meta el placer de la lectura, el incentivo a la imaginación. Esos análisis solo servirán si el estudiante va a seguir una carrera literaria en la universidad y no para, como creo debería ser, la meta de crear buenos lectores.

Es verdad que tanto del estudio de la gramática como del análisis literario se desprenden comprensiones eficaces de la materia prima que se tiene por delante: el poema deja de ser un grupo de líneas cortadas y se experimenta como un cuerpo vivo con dispositivos dirigidos más allá de las palabras. Pero igualmente, entregar un cuestionario con minuciosos puntos de desarrollo teórico, un exceso que hace odiar las obras literarias. ¡Equilibrio, maestros!

(O)