La vida es una ecuación incambiable: o morimos nosotros o tenemos que ver morir a otros. Lo más cruel es que debemos, casi por ley, ver fallecer a nuestros abuelos, padres, a veces esposa, hermanos, hijos o nietos. Durante los conflictos bélicos hablamos de miles, hasta millones de víctimas.

Estaba leyendo una entrevista que le hicieron al doctor Heriberto Orcés, quien estuvo en la guerra de Vietnam. Vio a mutilados de piernas y brazos, a soldados con caras deformadas. Sin embargo, la parte más triste era cuando, una o dos veces al mes, debía registrar cadáveres. “Chicos de 19, 20, 21 años, que debieron ir allí obligados”. Se calcula que en Vietnam murieron 5,7 millones de personas, de las cuales 58.159 fueron soldados norteamericanos. Me estremeció leer aquello. Probablemente el doctor Orcés empezó a ver la vida como nosotros no logramos hacerlo, sigue ejerciendo su profesión y lo hará hasta el fin de su vida, ha de palpar a diario la fragilidad del ser humano, sus enfermedades y achaques, sus temores frente a la vida que se va, sus angustias en hospitales o clínicas. No se puede contemplar eso sin experimentar compasión, sin sentirnos afectados.

Recuerdo aquel día en Casablanca, Marruecos, donde viví durante cinco años, cuando una bomba explotó en un tacho de basura, acto de terrorismo como los vivimos ahora con frecuencia. Recuerdo a una mujer marroquí corriendo, gritando, con su velo caído en el cuello, su rostro al descubierto, su hijo tan pequeño en brazos, mortalmente herido en la cabeza. Se experimenta impotencia, uno se pregunta por qué tienen que morir criaturas recién llegadas al planeta. La mujer lleva a un embrión que va creciendo durante nueve meses en la barriga, no existe experiencia tan maravillosa como ver nacer a una criatura, escucharla lanzar su primer grito de independencia, mas basta un segundo para matarlo. Lo que está sucediendo en Siria o Corea del Norte nos impulsa a desconfiar de los terrícolas, pero los médicos no saben de fronteras; recuerdo haber visto un documental en el que un soldado norteamericano, cirujano de profesión, atendía a una soldado alemán durante el desembarque en Normandía, sé que el doctor Orcés hubiera de igual modo operado a un vietnamita si se hubiese presentado el caso, a lo mejor lo hizo.

Son héroes anónimos, no exhiben medallas o condecoraciones, no suelen hablar mucho de sus experiencias, pero gracias a ellos la humanidad se siente fortificada o sublimada, la Cruz Roja es otro motivo de orgullo para nosotros. Aquella asistencia humanitaria a personas envueltas en conflictos de violencia conlleva grandes riesgos y sigue siendo una admirable tarea.

El día 16 de abril de 2016, Manabí sufrió un terrible cataclismo. Más que las carencias que podríamos deplorar en la asistencia inmediata, vale la pena recalcar la formidable solidaridad de los mismos habitantes, su ayuda mutua, el empeño con que volvieron a construir sus hogares, superando las graves pérdidas que habían sufrido. Muchos siguen viviendo con cierta incomodidad en carpas rudimentarias. Muchos han visto mutilado el núcleo familiar, murieron hombres, mujeres, niños neonatos. Nuestro planeta inestable es el único culpable. (O)