Si las instituciones en democracia no responden, si las palabras no conmueven ni concilian, solo le queda al pueblo ganar la calle y generar un ruido que perturbe al poder, primero, lo agite después  y procure finalmente hacerle entrar en razón. Así se desenvuelve en varias capitales latinoamericanas un debate yermo que ha generado a su paso crispación y mayor pobreza. No hablamos, ni el poder nos escucha. Estamos a los gritos procurando hacernos escuchar en las cuestiones que nos duelen y preocupan. El poder ha cerrado sus oídos y en esa vana intención de acallar los gritos destemplados del preso político Leopoldo López en Venezuela, sus guardias han hecho sonar los silbatos tratando de acallarlo o de confundir sus palabras. El equipo periodístico que captó tan singular momento con la madre del recluido a su lado fue despachado a su país de origen por haber difundido el momento.

Ocurre hoy en Paraguay, donde el gobierno de Cartes se negó a escuchar razones en torno a que violar la Constitución es un acto contrario al Estado de derecho y es una manifestación autoritaria que no se condice con las formas ni el fondo de la democracia. Se avino a un diálogo en el que nadie sabe de qué hablaban y qué propósitos reales lo convocaron. No quieren cámaras que los filmen y difundan. Hacen como que dialogan cuando en realidad los gestos son más que elocuentes para responderles a los que gritan o repican campanas en los templos. Finalmente renunció a sus deseos reeleccionarios con una carta dirigida a un obispo. Vivimos tiempos desestructurados a las normas conocidas. Las instituciones que deben resolver estos entuertos son las que desatan las controversias forzando al pueblo a vivir en un estado de zozobra donde lo único cierto es la incertidumbre.

El poder ha perdido en muchos lugares la capacidad de dialogar, de entender que su ejercicio tiene plazo, que la paciencia de la gente también y que la tolerancia al que piensa distinto es lo que define este sistema político en el que han sido electos. Provocan la reacción de la gente y socavan las bases fundacionales del sistema haciéndole entrar en contradicciones profundas que generan violencia. Gritan que quieren dialogar solo cuando los muertos, heridos y hambrientos de libertad comienzan a contarse por decenas. Suenan las cacerolas porque el hambre de democracia es tan grande que no hay instituciones capaces de responder ni alimentar. El poder se aísla, hace como que nada ocurre y huye de las agresiones que recibe como respuesta a lo mismo que había provocado.

Debemos entender esta nueva coyuntura como la antesala a la ruptura de la democracia a la que le llaman ahora posverdad, que en realidad no es otra cosa que preparar el camino al fascismo. El poder está poniendo en entredicho las cosas, comportamientos e instituciones en las que creímos por mucho tiempo como válidas y que llevó a Churchill a calificar a la democracia como “el menos malo de todos los sistemas políticos conocidos”. Mejorémosla. Si el agua está sucia, arrojémosla y renovémosla, pero con el niño aseado afuera.

El descrédito constante en el que quieren colocar a la democracia, la imposibilidad de un diálogo civilizado nos están privando de encontrar lugares comunes en libertad y allanando el camino a la conclusión de que no podemos vivir en libertad. Los gritos y angustias de la gente deben tener oídos ciertos en los gobernantes, porque de lo contrario con la frustración a cuestas, no quedará otra opción que graficar en hechos lo que en palabras no ha sido comprendido. (O)