No sé qué bicho le picó a mi papá para prohibirnos de raíz las telenovelas y las revistas de “chullitas y bandidos”; él, que era tan consentidor y buena gente, no admitía que viéramos o leyéramos lo que consideraba basura. Según decía, lo hacía para que tuviéramos sentido común, al que consideraba el menos común de los sentidos. Yo, de tal palo tal astilla, prohibí a mis pobres hijas que oyeran al grupo Menudo, que vieran los culebrones de su época y jugaran a ser reinas. Mis hijas tenían colección de casetes de Betamax con clásicos del cine infantil, con música de Piero y Mercedes Sosa y su favorito: Les Luthiers.

Cuando Carito tenía unos 6 años, fuimos a la iglesia de La Compañía; ella, abrumada por su belleza y con curiosidad, preguntaba qué era un reclinatorio, el púlpito, un confesionario. Mis respuestas le satisficieron excepto la del confesionario, para lo que tuve que explicarle primero qué era un pecado, qué significaba confesar, qué era un cura, para finalmente sentarme en el confesionario y jugar a que la confesaba. Empecé a actuar mi papel de sacerdote y abriendo la ventanita que nos separaba y que la colocaba en el anonimato, con voz solemne dije: Dime tus pecados; cuál fue mi sorpresa cuando ella un poco insegura respondió: Mami, estoy viendo una telenovela.

Me acordé de esto porque siento que la realidad ecuatoriana se ha vuelto una verdadera telenovela. Un culebrón mal actuado, pobre y de pésima calidad. Directores, actores, ambientes y argumentos no solo dan pena, dan asco. Vemos, casi sin cambiar de canal, a un fiscal que nos recuerda irremediablemente a Tres Patines, con la diferencia de que no causa gracia. Luego leemos la peor historieta, la más oscura, peor ilustrada y mal escrita, aquella sin superhéroes y solo con villanos que juegan a ser hombres invisibles: el cómic Odebrecht.

Finalmente asistimos al último culebrón, ese que no tuvo nombre, porque tampoco tuvo ni pies ni cabeza, porque todo estuvo al revés y los chullitas fueron tratados como bandidos. Fue tan vergonzoso y de pobre actuación que no deberíamos volver a recordarlo, pero nos toca hacerlo para evitar que se repita, para que la vergüenza vuelva a la cara de esos actores de reparto, directores de escena y guionistas en quienes parece que la ambición y el poder han obrado como vampiro y les ha dejado sin sangre en la cara.

¿Qué pasó con su sentido común, señor contralor? ¿Qué hacía en ese sillón gigante, señora jueza? Atreverse a poner a Simón Espinosa, a Julio César Trujillo, a la doctora Robalino y a demás gente de bien en el papel de acusados fue una ignominia, un atrevimiento, un acto de insolencia, grotesco y burdo que a los ciudadanos de bien nos será difícil perdonar. ¿Con qué autoridad moral inculpan y juzgan a quienes son quizá el último referente de rectitud?

Quiero creer que Lenín Moreno sí tiene sentido común, quiero creer que su actitud conciliadora es real, que él también está asqueado de estas telenovelas mediocres y quiere terminar con ellas de una vez por todas.

(O)