Se acaba de otorgar en España el Nobel de las letras españolas a Eduardo Mendoza, escritor barcelonés. Autor de quince novelas, dos libros de relatos, dos obras de teatro y cuatro ensayos, tiene méritos suficientes para conseguir tan alto galardón que es cúspide de una vida literaria (apréciese que los grandes premios se consiguen en la crecida madurez).

Yo, que lo he seguido de cerca y he gozado con ese vigor hilarante que tiene su narrativa, me alegro por ello y lo comento en esta columna para que algún lector se interese por su mundo imaginativo que, como en tantos de los buenos escritores, proviene de la más natural y cruda realidad. Realidades de su país, que en clave de humor ha ido repartiendo al aire de su ingenio, de su mordacidad y originalidad. Una buena prueba de lo que digo es que la lectura de algunas de sus obras me ha hecho reír en voz alta, cosa algo difícil en materia del solitario acto de lectura, tan mediatizado por los circunstancias.

Mendoza arrancó allá en 1975, cuando todavía la censura franquista obstaculizaba la publicación de literatura que cuestionara al medio. Su La verdad sobre el caso Savolta se publicó en los Estados Unidos y la muerte del dictador en ese mismo año la trajo a España, donde ganó enseguida el Premio de la Crítica. Es una novela insertada en el perspectivismo, y sus múltiples voces narrativas ponen en cuestión las luchas sindicales de principios del siglo XX.

Donde he encontrado una fuente de entretenimiento crítico (porque jamás la literatura auténtica da para goces fútiles) es en la saga de cinco novelas que Mendoza ha construido sobre las espaldas de una persona que a pesar de no tener nombre es perfectamente identificable en su personalidad y movimientos. Constituyen una veta de gracia y sardonismo a la que ha sabido extraer todas sus posibilidades: se trata de un paciente de manicomio que repetidamente se ve envuelto en aventuras que sacan a la luz sus dotes investigativas y llega a soluciones impactantes. Desde El misterio de la cripta embrujada, de 1978, ese hallazgo ha iluminado una narrativa que ha creado a un personaje del que todo el tiempo estamos esperando una nueva aventura.

Y no se trata del deseo de reír por reír, de ese gusto por la comedia hollywoodense que ha permitido la expansión de películas vacuas y soeces. Se trata de un humor crítico que pasa por el cedazo a las instituciones –hospitales, escuelas, policías–, que pone el ojo en los males individuales y sociales –hipocresía, oportunismo, prostitución, robos de todo tipo– y, como pasa en las verdaderas obras humorísticas, emerge la comicidad que no hurta el análisis. Tanto en El laberinto de las aceitunas, 1982, como en La aventura del tocador de señoras, 2001, el anónimo investigador sofistica sus andares y es capaz de deducciones más inteligentes, pese a no perder su carácter excéntrico.

Leo y entiendo, entonces, que en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, Eduardo Mendoza haya recurrido al admirado autor del Quijote como núcleo de sus referencias. Porque su herencia cervantina es evidente –escribir de manera directa, modelar personajes, atinar en la sugerencia, producir el carnaval en la mente del lector– son cualidades que vienen del padre de la narrativa española. (O)