Por DIEGO A. JIMÉNEZ B.

La sociedad nos ha impuesto una idea de lo útil ante la cual casi nadie se ha resistido: útil es lo que genera algún tipo de beneficio, lo que proporciona lucro, lo que nos permite progresar económicamente. Y eso está bien, pues nadie quiere ni desea una vida incómoda ni en condiciones materiales lamentables, mucho menos si eso puede evitarse. El problema surge cuando, cegados por la fiebre del tener, olvidamos que lo útil tiene como condición necesaria aquello que, bajo la misma lógica, podríamos calificar de inútil. Y aunque esto puede ser graficado de distintas maneras, esta vez invito al lector a pensar en la cantidad de inutilidades de las que imperativamente precisa nuestra vida en sociedad, específicamente, en democracia.

Embebidos en las luchas por el poder, sobre todo económico, las clases gobernantes y quienes aspiran a serlo reducen la democracia a un mero asunto procedimental que importa cuando los ciudadanos debemos ir a las urnas o cada vez que ciertos intereses económicos se ven afectados. Efectivamente, hoy no es extraño que exista una opinión mayoritaria dispuesta a defender la idea de que, para superar las crisis en este país, lo que se necesitan son buenos economistas, buenos administradores, buenos técnicos. No tengo nada en contra de estos perfiles profesionales, pero no creo ni estoy de acuerdo, bajo ningún motivo, con que esto sea lo que nos haga falta. El florecimiento de la democracia, del cual el bienestar económico es un elemento más, tiene que ver, y esencialmente, con el cultivo de lo que en las actuales circunstancias resulta inútil o no útil. La democracia, en su desafío por ser aquello que deseamos que sea, necesita no solo especialistas en técnica, economía, derecho o administración, sino, y principalmente, más ciudadanos. En otros términos, nuestra imperiosa necesidad es la de profesionales que sean también y, sobre todo, ciudadanos.

¿Qué quiere decir ser ciudadano en democracia? No es más que ser sensible y capaz de sintonizar con los valores elementales sobre los que se funda nuestro proyecto de sociedad democrática. Entre ellos se imponen como fundamentales el absoluto respeto por la diferencia, una elemental capacidad de pensamiento crítico, y una mínima capacidad para acercarnos a la vida de los demás y a los dramas vitales de cada uno, con profundo respeto, dispuestos a advertir que ante cada existencia nos hallamos frente a un otro que nos abre la puerta de lo sagrado, que no es medio, sino fin, y cuya dignidad merece obligatoriamente ser reconocida y respetada.

Nadie lucra ni engorda sus cuentas bancarias en el cultivo de estos valores fundamentales; pero si nuestra ciudadanía carece de estos valores no útiles, según toda lógica mercantilista y capitalista, se nos cae para siempre cualquier esperanza democrática, cualquier anhelo de vivir como hermanos. En la medida en que nuestro sistema educativo siga poniendo énfasis en hacernos comercialmente competitivos (devolviéndonos así a un estado de naturaleza de mera confrontación, como el espectáculo que estos días estamos contemplando), y siga desplazando el cultivo de aquellas disciplinas y saberes humanos que nos abren al cultivo de los valores esenciales, mientras deliberadamente sigamos dejando en un rincón lo que creemos que es inútil, más temprano que tarde nos coronaremos como la generación en la cual la humanidad fracasó. La diferencia entre este fracaso y aquellos a los que hemos asistido en el pasado es que quizá esta vez, como lo advierten muchas voces, ya no haya marcha atrás ni oportunidad para arrepentimientos. (O)