“Dime qué se siente perder”. Concluyendo esta pequeña trilogía sobre la perversión en la vida social ecuatoriana, la pregunta se dirige a cualquiera que se considere víctima de un acto perverso, ya sea que consintió de manera aparentemente voluntaria o gustosa a participar en él, o que fue forzada. Pregunta pertinente, ahora que la perversión, sistemática o episódica, parece introducirse en la psicopatología de la vida cotidiana de los ecuatorianos. Porque la realización de un acto perverso tiene efectos contrarios en el perverso y en su contraparte, la víctima normoneurótica. En el primero, refuerza la ilusión de omnipotencia e inmunidad contra la posibilidad de sentirse en falta y contra cualquier pérdida eventual. En la víctima, el efecto primero es la ratificación brutal de su falta de ser y de su pérdida constituyente; es decir, la ratificación de que todos somos imperfectos, vulnerables e incompletos... excepto los perversos, según ellos creen. Adicionalmente, hay sensaciones y afectos variables, si la participación fue voluntaria o forzada.

Si la participación fue aparentemente voluntaria, la víctima se siente engañada y avergonzada, porque el perverso descubrió la disposición inconsciente y contingente de ella hacia algún goce perverso. Así, en las estafas ordinarias, el estafador le hace creer al estafado que este último se está aprovechando de la ingenuidad del primero, o que se está beneficiando de una oportunidad inédita aunque ilegal. Entonces, la vergüenza impide a la víctima denunciar el hecho, excepto en las estafas colectivas como en aquellas cooperativas. A veces, la sensación de estafa es efecto de la militancia política y/o amorosa decepcionada, cuando el desengañado denuncia que no se cumplieron los ideales, o cuando no recibió la cuota de poder prometida. Es la ruptura de un pacto o contrato perverso, tácito o escrito. Los arrepentidos realizan su acto de contrición privado o público, pero quedan como “traidores” para los unos y desacreditados para los otros.

Si la participación fue forzada, la violencia es indispensable, aunque ella no siempre sea explícita. Por ejemplo, los curas pederastas usan la coerción bajo un rostro amable y una supuesta superioridad moral. O los perversos que tienen algún poder lo usan para presionar al otro. En ese caso, hay severo daño físico y psicológico, ofensa al pudor que impide denunciar, impotencia, humillación, efecto traumático, dolor intenso y rabia profunda ante la risa sarcástica del perverso, que goza convirtiendo al semejante en un desecho. En todos los casos, hay una pérdida significativa que reanima la pérdida original que lo constituyó como sujeto del inconsciente y de la palabra.

“Ya nada, fff”. Expresión ecuatoriana resignada frente a los hechos consumados que producen una pérdida inevitable e irreversible. La “nada” de un triunfo imposible ante alguien que jamás pierde en su propio juego, y que redobla la humillación del otro cuando le demanda “perder con dignidad”. No se puede ser más vivo que un vivo. Solamente la ley puede castigar los actos perversos, ahí donde ella exista. Porque el triunfo definitivo y la mayor realización de un perverso es obtener el diploma y el derecho de vestirse como representante de la ley. Es el triunfo del “legalismo” travestido que castiga la protesta social. ¿Nos resignamos a vivir así? (O)