Siempre me han impresionado las manifestaciones populares de la fe. En Guayaquil, la procesión de Cristo del Consuelo quizás sea la más grande concentración humana en el país.

Hay personas que asisten todos los años, algunas a pedir milagros y otras a agradecer. Los agradecimientos siempre me impresionaron y me cuestionan. Agradecen porque consideran una gracia especial todo aquello que a otros nos parece natural: una casa en que vivir, un empleo, los alimentos de cada día, la escuela, el colegio, la universidad, la ropa que nos cubre, los medicamentos que nos curan. Nos parece tan merecido que no se nos ocurre agradecer.

Y, sin embargo, la diferencia es solo de oportunidades. Entre todo lo que tengo que agradecer está el hecho de que mi primer trabajo fue en un colegio de lo que, entonces, era el suburbio. En mi clase que tenía piso y techo, pero no paredes, había 64 estudiantes, algunos mayores que yo porque en su medio no era fácil ir a la escuela o al colegio a la edad correspondiente. Había bancas para 36, los demás se sentaban en piedras que cogían en el patio, o en el suelo.

Allí, encontré chicas y chicos muy inteligentes y deseosos de hallar una oportunidad que les permitiera realizarse como personas y como ciudadanos. Algunos lo han logrado, en hora buena. Me gustaría estar segura de que lo alcanzaron todos. Allí aprendí también que el país es “uno y múltiple”.

No hemos sido capaces de construir una sociedad justa y fraterna, respetuosa de la dignidad humana y de la libertad y eso es responsabilidad de todos porque somos ciudadanos, porque decimos que queremos un país democrático.

El incluir esta experiencia personal en este artículo, por lo que no sé si debo disculparme, responde a mi interés de llamar la atención sobre una realidad, que por muy evidente pasa inadvertida: no hemos sido capaces de construir una sociedad justa y fraterna, respetuosa de la dignidad humana y de la libertad y eso es responsabilidad de todos porque somos ciudadanos, porque decimos que queremos un país democrático.

Todos elegimos a los gobernantes y a veces no nos damos cuenta de que con ellos elegimos también una forma de concebir la sociedad y su forma de organización política. Ejercemos el derecho del sufragio y nos desentendemos de lo que hacen quienes recibieron nuestra adhesión. Renunciamos a ser ciudadanos críticos, cumplidores de las leyes y exigentes con quienes nos representan. Olvidamos que la prioridad debe ser abrir oportunidades de desarrollo personal a todos.

La mayoría de los ecuatorianos nos definimos como cristianos. Estamos en lo que llamamos la Semana Mayor, es un buen momento para acercarnos con apertura total al mensaje de Jesús, que es mucho más sencillo y más difícil de lo que parece cuando el ruido y la imagen nos invitan a lo contrario.

Vale preguntarnos si somos cristianos de nombre y formas o porque serlo es para nosotros un compromiso existencial. Quizás de la respuesta dependa que se disminuyan las diferencias. (O)