Durante años he escuchado que el socialismo del siglo XXI es el más diáfano, transparente y una gloriosa manifestación de la democracia. Claro que algunas actitudes de respaldo a excesos en contra del mismo oscurecen la diafanidad.

Parece que adalides de seguidores locales de ese movimiento que consideran renovador, y que conjuga todas las bondades de la solidaridad social y la igualdad, no han profundizado para nada los conceptos de democracia. No es extraño para quienes han aprendido el verdadero concepto de democracia y lo practican en plenitud, que este cobija la igualdad de derechos de todos los que la viven; entre aquellos derechos se encuentra el expresar opiniones aunque difieran de las de otras personas y sin temor a ser perseguidos, y el de plantear acciones de cualquier tipo sin que afecten la dignidad de ninguna persona. Pueden considerar errado el proceder de personas en la medida que no afecten la integridad ni la moral de nadie. Cuando los planteamientos se hacen por los caminos legales no existe fuerza, por ideológica que sea, que tenga derecho a impedirlo. Cuando un grupo social considera que se han vulnerado sus derechos tiene toda la potestad de pedir, con herramientas legales, que se realicen todas las acciones para constatar si se los ha vulnerado. Estos planteamientos, además de ser un derecho, constituyen uno de los pilares del respeto social. Cuando frente a un reclamo o planteamiento de recuento de votos surgen las voces destempladas del odio y la rivalidad mal concebida, amenazando con demandas judiciales revanchistas, se demuestra la incapacidad de tolerar pensamientos ajenos. Cuando se está seguro de haber obtenido un triunfo legal y transparente, el recuento es una ratificación contundente para los que consideran que el reclamo es equivocado; se consigue el esclarecimiento de la verdad, suficiente satisfacción para un demócrata. No se hace necesario que tras esa victoria se ensañen en una demanda para hundir a quien objetó ese triunfo; esa es actitud de personas acostumbradas a humillar a los demás, a demostrar su superioridad con herramientas que envilecen a quien las usa. Esta práctica saca a la luz resentimientos insuperables. La pregunta es ¿qué pasa si los resultados dan la razón al que demanda el recuento?, ¿tendrá esa persona también el derecho a demandar a quienes hicieron el conteo de manera equivocada, y a los que le pregonaron la demanda judicial? Esto sí tiene consecuencias legales, lo otro no. Dejemos de abusar de la judicialización de cualquier evento que desagrada a un grupo, con tal de sentirse vencedores y con esos triunfos envilecer a los que opinan contrario. La verdadera recompensa para las personas está en que los mecanismos democráticos le den la razón, cuando estos mecanismos son imparciales. (O)

José M. Jalil Haas, ingeniero químico, Quito