Según la Real Academia Española, la palabra trascender tiene algunos significados: “empezar a ser conocido o sabido algo que estaba oculto”; “extender o comunicarse los efectos de unas cosas a otras, produciendo consecuencias”; “ir más allá, sobrepasar cierto límite”; y, “comprender, averiguar alguna cosa”.

Trascender debería, a mi juicio, ser la referencia de la acción política, pues se trataría, finalmente, a través de las acciones del quehacer político, de conocer el mundo, la realidad particular de las naciones y entender hacia donde el orden global conduce a los hombres (¡no se dice a todos y a todas!) y cómo, basados en ese entendimiento, adoptamos las acciones que nos conduzcan al progreso y al bienestar, en un marco de respeto a las libertades y a la ética. Al respeto a los derechos de los demás, para alcanzar un equilibrio estable, sin engaños, con transparencia, y resultado de evaluar los efectos que las distintas políticas generan sobre los diversos grupos sociales y en la autovaloración que de ello tienen los pueblos.

¿Qué se necesita para lograrlo? Tomaré una referencia, lejana quizá: la que compartió hace tiempo, en 2005, Jacques Attali, consejero especial, por largos años, del presidente francés Francois Mitterrand (ver Jacques Attali, C'était François Mitterrand, Paris, Fayard, 2005). Más allá de cualquier juicio apresurado, Attali anotaba: “Presidir la República Francesa no se improvisa. Es necesario un conocimiento profundo del país, una pasión por su pueblo, competencias administrativas y jurídicas excepcionales, un análisis de los retos estratégicos del tiempo que vivimos, una considerable capacidad de trabajo, una gran memoria, una inmensa resistencia física”.

Añadía: “Y, también, carácter. Un gran control y manejo de sí mismo, facultad de anticiparse a lo que viene, referentes morales, disposición a reconocer los errores y a cambiar de opinión; en fin, y tal vez sobre todo, una visión de Francia y del mundo, y un proyecto suficientemente fuerte como para permitirse ser indiferente, aceptando al mismo tiempo, si es necesario, niveles de impopularidad temporales”.

Attali refiere que Mitterrand tenía todas esas calidades. Y señalaba: “Mitterrand será no solamente el único jefe del ejecutivo francés que… habrá dado todo su sentido a la democracia francesa, haciendo nacer, del lado de la izquierda, un partido de gobierno que tuvo éxito. La Historia, también, retendrá de él numerosos fracasos y muchas debilidades”. El propósito final de su libro, lo dice, no era juzgarlo, sino facilitar la decisión de quienes un día –como en efecto sucedió–, deberían escoger al sucesor de su sucesor (el libro fue publicado diez años después de la muerte del presidente Mitterrand).

Mitterrand creyó siempre que para enrumbar el país era sobre todo necesario ser honesto, asumir sinceramente la lógica de su discurso, no mentir, no ejercer el poder para su solo beneficio, no comportarse jamás como un monarca (el antecedente era, entonces, no sé si muy justo, Valery Giscard D’Estaing), no ser cómplice de “negocios” desde el poder, comprender los cambios que afectaban la gestión del Estado, entender los retos de las relaciones externas de Francia y la problemática del desarrollo de otras regiones, conducir y reformar democráticamente la sociedad, no obtener beneficios personales de la gestión presidencial, entre otras condiciones.

Según Attali, todos esos temas los abordó con dureza y francamente con el presidente Mitterrand, sin que su profunda amistad se haya deteriorado jamás. Ante los serios desacuerdos que sí tuvieron los dos personajes, recuerda que alguna vez Mitterrand le dijo, en medio de sus conversaciones: “De su oficina, del otro lado de esta puerta, no se tiene el mismo punto de vista sobre el parque, que del mío”. Simplemente aceptaba el derecho del otro a la discrepancia, a la opinión distinta, relativizando, como debe ser, una supuesta “posesión” de la verdad. Sería el pueblo francés su único juez.

Mitterrand fue, controvertido y todo, un demócrata, un ser humano de calidades. Decía que el poder es una droga para quien cae en sus redes sin control y conciencia, que su ejercicio corrompe a quien se instala en su juego, que lleva a confundir renombre y reputación, gloria y celebridad, reconocimiento y reverencia, curiosidad y admiración.

Su ejercicio podía llevar a que el investido deje de dudar (¡terrible!), pierda todo espíritu crítico, que no sea lo que era, que disponga de las cosas como dones para la eternidad, que busque la impunidad. Anota, Attali, todo en el sentido de la “alienación”. Señala que Mitterrand no reconocía que todo esto le podría ser aplicado a sí mismo, incluso sabiendo que algunos sectores trataron de atribuirle alguna de esas debilidades. Claro, nunca le fue demostrado nada y su juez supremo, el pueblo y la Historia, terminarían reconociendo su trascendencia respecto de los más altos intereses de la República.

Consideró siempre, de otro lado, que el presidente debía ejercer sus competencias solo sobre los grandes desafíos del esquema institucional francés. Dejó mucha libertad a sus ministros, que a su juicio debían ser, bajo coordinación apropiada y alta capacidad –que los haga merecedores del respeto de la sociedad– los verdaderos actores de su administración. Privilegió para su decisión, en medio de un largo período de cohabitación con el propio Chirac, la defensa, la política exterior, la vigilancia de la institucionalidad de la República. Su influencia sobre la función electoral fue la establecida en las leyes: hizo normas aprobadas por las respectivas instancias, en 1986, y dejó la potestad a la derecha para restablecer el denominado escrutinio mayoritario en 1987, que no lo modificó durante su segundo y último mandato, que finalizó en 1995.

Señalaba que el discurso gubernamental debía apoyarse sobre tres ideas-fuerza: informar, negociar, innovar. Que era necesario introducir la negociación como un nuevo estilo de la vida colectiva francesa en todos los niveles: “los trabajadores no se sienten suficientemente responsables… el Gobierno no ha sabido asociarlos a la toma de sus decisiones”, según las referencias ofrecidas por Attali. Tenía limitada propensión a tener contacto con el empresariado mediocre y en general rechazaba frecuentarlos, con alguna excepción: “tenemos un capitalismo sin imaginación en las ideas y sin audacia en la acción. Y muchos empresarios ¡no emprenden! Hay solo una pequeña minoría de las grandes y medianas empresas que ameritan todos los elogios, pero el resto no las sigue”. ¿Coincidencias?

En fin, a su llegada al Eliseo en 1981, Mitterrand pidió a sus próximos no reiterar palabras como “revolución”, “gran jornada”, “socialismo” o “autogestión”. En su concepción, las reformas que no serían realizadas en los plazos establecidos fracasarían. La cultura, lo social, la educación, los derechos de la mujer, los de los inmigrantes, fueron prioridades de un mandato sereno, planificado, basado en la concertación y diálogo permanente, aún en medio de controversias y coyunturas difíciles en el curso de los dos septenios que condujo la República Francesa, la de Voltaire, Montesquieu, Camus y tantos otros.

En definitiva, enfrentó con sabiduría “el problema de la elección, el problema de la vida entera”, aún en medio de sus desasosiegos personales, que nunca dejó, casi hasta el final, que se proyectasen a la sociedad francesa. ¿Ejemplo a tomar en cuenta en la coyuntura? ¿Metas muy altas? Estas son las que deberíamos buscar los ecuatorianos, trabajadores, empresarios y Estado. No la mediocridad y las retaliaciones.