“Más vale un amo del cual uno se queja, a cuya ley uno se pliega, que reconocer que esa ley es la propia, invocada como extraña, como ley distinta, como ley otra, otra ley que la de su deseo” (Marcel Czermak).

En los países más democráticos del planeta, lo acontecido en el estadio Olímpico Atahualpa en la tarde del martes 28 de marzo de 2017 sería impensable, o motivaría una conmoción nacional, investigación penal, sanciones y destituciones de funcionarios. Pero en el Ecuador, el asunto probablemente se archivará sin consecuencias, sobre todo después de las recientes elecciones. Que una entidad estatal compre miles de entradas y las distribuya entre sujetos organizados para atacar a un candidato presidencial y a su familia a la salida del evento configura un delito extremadamente grave, un atentado contra la seguridad ciudadana, una acción inequívocamente terrorista… de Estado.

En otra perspectiva, la clínica, aquello constituye un verdadero acto perverso, y si los ecuatorianos no le damos ninguna importancia ni significación al acontecimiento, ello sugeriría que somos una sociedad ‘pervertible’. La ‘pervertibilidad’ no es una categoría conceptual, es un significante que me fue sugerido hace algunos años por una joven colega para designar la predisposición a someterse y a participar de los actos que propone un sujeto perverso, por parte de los llamados “sanos”, “normales” o “normoneuróticos”. Una predisposición basada en el rasgo perverso inconsciente y contingente que anida en los “sanos”, y que ocasionalmente se pone en acto por asociación transitoria o duradera con un verdadero perverso que ‘autoriza’ aquella acción.

Quizás somos una sociedad ‘pervertible’, dispuesta a ser seducida por cualquier sujeto con poder y liderazgo que nos diga que tenemos derecho a gozar sin pagar por ello, que la libertad absoluta existe, y que no somos responsables por nuestros actos porque siempre podemos aducir que los antecesores del amo presente nos sedujeron y luego nos decepcionaron. Seducidos y defraudados, pero prontos para repetir el ciclo, olvidamos con facilidad los excesos y los abusos del seductor actual, con el que mantenemos un tácito contrato perverso: nos sometemos a él a cambio de la promesa de goces ilimitados. Nos sometemos al otro que pasará por alto nuestra falta si nosotros desmentimos la suya.

En el Ecuador ‘pervertible’, la viveza criolla es lazo social, la corrupción piramidal es rasgo de ingenio, la condescendencia ante el abuso del poder es norma, y –como decía Lacan– la palabra claudica para dar paso a la violencia. Quizás el 28 de marzo reciente inauguramos la violencia explícita en el Ecuador, porque la violencia subterránea ya empezó hace años. Empezó cuando la palabra, que sirve para que los sujetos asuman su condición de falta y la responsabilidad por su propio deseo, degeneró en parloteo intrascendente, en retórica demagógica y en insulto compulsivo. Estamos inmersos en la violencia incruenta, en la corrupción impune y en la perversión banalizada, y preferimos negarlo por el mito nacional de que somos amables, hospitalarios y pacíficos. En realidad, pendejos, mojigatos e incapacitados para hacernos cargo de nuestra ‘pervertibilidad’, porque es más fácil atribuírsela a cualquier amo que nos someta y nos “corrompa” a nosotros que somos tan buenitos. (O)