Uno de los grandes temores de los políticos es la pérdida del poder. A ese altar han venerado y consagrado toda su vida y saben que en la llanura solo se siente la ingratitud, la traición y el desprecio. Por eso harán lo imposible por continuar a como sea. Todo vale en esa lógica desde el fraude electoral hasta las interpretaciones de la Constitución que permitan, en connivencia con una coyuntural mayoría, pasarse todas las formas legales e intentar violar la Carta Magna que luego será bendecida por una Corte Suprema a la medida. El mecanismo varía con algunos matices de país en país, pero claramente todavía nos describe con esa afirmación despectiva de “república bananera”.

Ha pasado en Honduras recientemente, en Venezuela de manera constante y en Paraguay en ejecución. Con la diferencia que en este último país la furia ciudadana que se opone a la violación constitucional llegó al punto de que los manifestantes quemaron el Congreso y amenazan con acabar con la presidencia de Cartes. Los paraguayos no se andan con vueltas en esto. Saben en carne propia lo que es una dictadura. La han padecido en más del 80% de su vida como República y su juventud (es el país más joven del mundo) no quiere vivir sometida nunca más. Su primera generación nacida fuera del cautiverio –el golpe que derrocó al último tirano fue hace 28 años– ha enfrentado esta semana a un gobierno que asustado se replegó y busca descomprimir la crisis a como sea.

La maldita reelección o el continuismo no va con una generación cada vez más informada y de mayor capacidad de reacción, a la que le molesta la codicia, la avaricia, el egoísmo de los poderosos y especialmente la mentira sobre la que ha construido primero un discurso y luego una acción a favor de sus intereses. Los ciudadanos, el verdadero objeto y sujeto de la acción política, están muy lejos de la acción cotidiana de un gobierno, por eso buscan cambiar lo más frecuentemente posible. Les molesta los periodos largos y han perdido la paciencia. Algunos reelectos en el modelo, como en el caso de Ecuador, deben conocer que las condiciones han cambiado y que el margen de sus victorias los forzará a gobernar de manera distinta. La bronca o el enojo que dio paso a la victoria de su antecesor ha cambiado. Hoy ellos representan el objeto del malestar y deberán administrar de cara a un país más fragmentado que solo puede ser unido en función de la apertura, la transparencia y el empoderamiento ciudadano.

La reelección como continuismo codicioso del poder o como fórmula para tapar los hechos de corrupción cometidos por el antecesor del mismo equipo, no resulta tolerable en el mundo que nos toca vivir hoy: rápido, frágil, comunicado y por sobre todo con una percepción de poder individual como nunca habíamos tenido jamás.

Los jóvenes manifestantes contra Cartes en Paraguay el lunes pasado lo hicieron a través de las redes sociales y reconocieron no ser movidos por ningún líder, más que la voluntad de cada uno de oponerse a la prepotencia e ilegalidad que domina hoy las acciones del gobierno paraguayo. Vivimos tiempos de cambio, donde la palabra reelección significa repetición de los mismos vicios conocidos. Por eso se oponen. (O)

La maldita reelección o el continuismo no va con una generación cada vez más informada y de mayor capacidad de reacción, a la que le molesta la codicia, la avaricia, el egoísmo de los poderosos y especialmente la mentira sobre la que construido primero un discurso y luego una acción a favor de sus intereses.