El 2 de abril de 2017 quedará marcado como el día en que el país puso fin a una más de las muchas etapas de caudillismos de nuestra historia. Lo que viene de aquí en adelante será algo muy diferente para toda la población y dependerá en gran medida de la capacidad de dos personas para adaptarse a una nueva vida. Uno de ellos es el ganador de la elección de ayer que, sea quien sea, debe comenzar a desarrollar una actividad que está muy alejada de las que ha desempeñado hasta ahora. Ninguno de los dos candidatos de la segunda vuelta llegó a ese punto después de una trayectoria política. Aunque ambos formaron parte de gobiernos, su participación fue marginal y no la suficiente para incluirlos en la categoría de políticos profesionales. El triunfador, que al escribir esta columna no se sabe quién es, no se formó para el cargo que asumirá dentro de cincuenta días y tampoco cuenta con la experiencia de gestión en el ámbito público. Ayer dio el primer paso dentro de un mundo desconocido para él.

Por consiguiente, lo que venga en adelante dependerá en enorme medida de las capacidades del nuevo mandatario. Pero, como lo destacan quienes estudian los temas de liderazgo y sobre todo quienes incursionan en la neuropolítica, no solamente se requieren capacidades, sino condiciones personales para la dedicación a ese tipo de trabajo. Aunque en el análisis político se tiende frecuentemente a privilegiar los factores estructurales y las acciones colectivas, mucho de lo que ocurre en ese campo depende de las características personales de los dirigentes. Sus condiciones físicas, psíquicas, familiares, entre otras, son destacadas en estudios recientes que van cobrando cada vez mayor importancia por su capacidad explicativa. Por ello, frente al resultado de la elección, la pregunta, sin respuesta a esta altura, es si el triunfador de ayer cuenta con esas capacidades y esas condiciones.

La otra persona que inicia una nueva vida es el presidente saliente. Aunque también llegó al cargo casi sin trayectoria política, con vocación casi religiosa lo convirtió en su razón de ser, en su forma de vida. Nadie puede negar que le dedicó cada minuto de su tiempo y desarrolló una actividad frenética que lindaba con la obsesión, compensada eso sí con la parafernalia del espectáculo en que participaba cada día y en cada lugar al que asistía. Tanto fue así que ahora cuesta imaginárselo en una vida apacible, mirando la política desde lejos mientras disfruta de la tranquilidad de la vida cotidiana. Imposible pensar en encontrarlo caminando por la calle, como cualquier persona de clase media, sin la agresiva compañía de la seguridad exacerbada. La pregunta, en este caso, es si sus propias condiciones personales le permitirán soportar un cambio tan drástico como ese.

Visto así, es innegable que esta nueva etapa dependerá en buena parte de la capacidad de adaptación de esas dos personas a su nueva vida. El uno para abandonar la comodidad de lo privado. El otro para aceptar el fin del estrellato.(O)