Hace un par de días revisé el primer cuento que escribí en mi vida. Me encontré con una descripción, con un recuerdo que tiene el protagonista; hice memoria de la emoción que me embargó. No digo por el tipo de descripción (que pronto leerán), sino por ese sentimiento de estar trabajando un talento. La emoción del delantero al hacer un gol o la de un músico al tocar la guitarra. En fin, un regalo y un deber.

En el cuento, el protagonista ve un cintillo que le evoca un momento: “Cintillo morado. Y latió su corazón con brío. Unos cabellos castaños rizados que olían a lila y jugaban con el viento, como una balletista delicada y coqueta. Su nariz, pequeña y redonda, acantilado infranqueable, donde inexorablemente depositaba sus labios. Y sus ojos: inefables. Dos copas de vino; vino joven, aunque complejo: amargo y serio al inicio, dulce y suave al final. Así era Fiorella”.

¿Por qué interesa el arte? ¿Por qué un escritor o un pintor se entregan a su cometido, quemando horas y horas? Como les dije, cuando lo escribí estaba emocionado. Pero, seamos sinceros, ¿vale la pena gastar tanto tiempo y energías escribiendo, intentando hacer arte? A la larga, lo único que hice fue describir un rostro. Y, por ejemplo, ¿Van Gogh? Pintaba paisajes, caras, en una ocasión trajo al lienzo su habitación. ¿Por qué nos interesa esta mímesis, esta imitación de la realidad?

En una oportunidad, Flannery O’Connor decía: “Por su naturaleza, la literatura sirve de poco a no ser que sirva por sí misma”. Pensemos: un jugador de fútbol en pocas lo único que hace es perseguir una pelota para luego patearla. No es demasiado complicado el mecanismo; otra cosa es pensar que debe enfrentar la presión, controlar los nervios, etc. Pero, a fin de cuentas, al futbolista le pagan. Ese esfuerzo al menos tiene un precio, una justificación. Pocos escritores o pintores pueden vivir de su arte. Sin embargo, siguen consumiendo sus horas al espectáculo del silencio y la soledad. ¿Por qué lo hacen? ¿Están descaradamente locos?

Estudiar ingeniería o negocios se entiende perfectamente: es útil (ese conocimiento se puede instrumentalizar). La literatura es inutil; a lo mejor, con un poco de suerte y mucho de trabajo, uno puede llegar a ser un escritor profesional y vivir de ello. Pero recordemos a Flannery. La literatura, el arte, sirven por sí mismos. Esa gran mímesis vale la pena, porque la realidad vale la pena. Es feo extrañar, pero pensemos qué buenas canciones son esas en las que identificamos nítidamente un sentimiento o una experiencia. La realidad sencilla como es tiene entrañas de misterio, de belleza, de regalo: unos girasoles, nada más. Pero qué grande Van Gogh.

El arte vale la pena porque revive la realidad que damos por supuesta. El artista no supone la realidad, se le antoja nueva cada instante; descubre la felicidad que emana por el hecho de existir, por el misterio de ser antes que no ser. Yeats diría que “ningún hombre puede crear como lo hicieron Shakespeare, Homero o Sófocles, si no cree con toda su sangre y su coraje que el alma humana es inmortal”. (O)