Es temprano y hoy, después de un par de meses de mi última visita, vuelvo a Bahía de Caráquez.

En las semanas posteriores al terremoto realizamos con la Universidad Casa Grande un trabajo de recuperación emocional con los menores de un albergue, y nos llevamos el recuerdo de una comunidad muy fuerte, resiliente, con un gran espíritu. Niños y madres habían logrado adaptarse a una nueva realidad que enfrentaba las carencias y desconcierto de su actual situación.

Hoy voy representando nuevamente a la universidad, pero para participar en la graduación de un colegio.

Llegando a Bahía, uno como no habitante de la zona percibe una imagen de desesperanza, los trabajos de reconstrucción avanzan, pero se siente una ciudad golpeada, la imponente presencia de edificios resquebrajados aún en pie, abandonados, no permite dar vuelta la página.

La industria turística está muy afectada, el polvo de las demoliciones cae sobre las calles que muestran rajaduras como cicatrices.

Todavía se ven carpas y albergues, y entre pasillos se comenta con miedo e impotencia sobre las fuertes lluvias que están afectando a Guayaquil y Perú, sabiendo que vienen, que llegarán pronto.

Atravesando una calle aislada llegué al colegio, eran las cuatro de la tarde, el sol pegaba fuerte, entré y se me acercó Isaías, uno de los estudiantes que se graduarían, dándome la bienvenida.

Luego llegó la rectora, me explicó que ya no hay salones de eventos de alquiler para estas ocasiones, justificando en algo el espacio y el calor.

Nos ubicamos y comenzó la ceremonia. Sin conocer a nadie, uno se siente como intruso en un momento tan importante e íntimo.

Entraron los estudiantes, uno a uno. De ahí en adelante, me es difícil explicar lo que pasó. Primero vino la entrega de títulos y hasta ahí todo era normal, emotivo, lo propio de una actividad como esta. Luego vinieron los discursos, hablaron madres, exalumnos, autoridades, y esa emotividad se transformó en llanto, los expositores lloraban, los estudiantes lloraban, las autoridades lloraban, todos con un entrañable afecto y agradecimiento. Le tocó el turno de hablar a la mamá de Isaías, el primer alumno diagnosticado con síndrome de Asperger que se gradúa del colegio. Contó de manera muy personal su experiencia, las dudas, los miedos, el trabajo que hicieron junto con el colegio para capacitar a los profesores y generar un entorno que permitiera educarlo. Finalmente, esa tarde Isaías se graduaba. Sin que la madre terminara de hablar, espontáneamente todos los estudiantes se levantaron y avanzaron para abrazarla, generando un momento único e inesperado, luego la ceremonia continuó, fueron minutos en los que se erizó la piel. No hubo videos de logros, no hubo fotos del recuerdo, no hubo medios ni redes sociales cubriendo, solo un grupo pequeño de personas que se habían encontrado para educarse mutuamente a lo largo de estos años.

Y no era cualquier grupo. Eran de Bahía.

Me imagino que escenas como esta se están repitiendo en muchos centros educativos de las zonas afectadas, será una promoción única, con una fuerza diferente, hace un año se les había caído el mundo y hoy se están levantando para ir a recuperarlo. (O)