Señor Lasso:Semanas atrás, antes de la primera vuelta en las elecciones, un medio de prensa me preguntó qué libro recomendaría al futuro presidente. Como escribo novelas, pensé cuál podría ser la mejor. Pero luego me eché para atrás, porque las novelas son mucho más que un manual de consejos o de información –o de simple representación de un mundo, que es la manera más pobre de entender una novela–, y segundo porque la que me vino a la mente fue una muy breve y deslumbrante, Los idus de marzo, de Thornton Wilder, ambientada en la época de Julio César y Cleopatra, solo que no la creo recomendable para alguien que debería empezar con entusiasmo un mandato. Es más bien una novela para los finales del poder. La manera en la que Thornton Wilder destaca el interés y la admiración que tiene el César por el poeta Catulo es un enigma que la novela deja abierto, como si se replanteara la idea del poder en un mundo que se desvanece y donde lo más frágil, la voz de un poeta, perdura misteriosamente.

Pero si no quise recomendar un libro en concreto, sí quisiera recomendarle que preste la atención a la situación del libro ecuatoriano. Y apelo a que todavía es candidato y, por lo tanto, mucho más abierto a escuchar. Luego el poder lo empieza a cambiar todo y lo daña –más aún cuando las instituciones han perdido su mediación y control–, y si es reelegido, ya no le cuento.

Antes de que llegara el gobierno de Correa íbamos hacia un prometedor rumbo editorial. No le diré que no tuvo buenas intenciones respecto al libro, pero luego de tantos ministros de cultura y de tantos años para aprobar una ley de cultura, se cumplió el dicho de que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

El balance de la situación del libro es francamente desastroso. Dos de los más grandes grupos editoriales de la lengua española han retirado sus sedes de Ecuador ante la inestabilidad y las pocas garantías del país, y aunque siguen operando, el núcleo del trabajo editorial –seleccionar y promover autores ecuatorianos– ya no se realiza desde Quito sino desde Bogotá, hoy verdadera capital editorial del área andina, donde se imprimen los libros ecuatorianos y se los trae al país… ¡como producto de importación! Para rematar, durante el gobierno actual se cerró el Sistema Nacional de Bibliotecas. El libro ha pasado a ser no solo un objeto de lujo sino un objeto inhallable para los lectores potenciales.

Hemos vuelto a lo que los escritores ecuatorianos estamos acostumbrados desde la época de Montalvo: la literatura ecuatoriana básicamente ha sido publicada en el extranjero, y ha llegado al lector nacional tarde, mal o nunca. El único aliciente es que una decena de pequeños editores ecuatorianos han empezado a salir con una pujanza que solo se explica por una disposición vocacional y creativa, que no por ventas o apoyos culturales, aunque su circulación es escasa y reducida. Necesitamos de unos y de otros, porque los pequeños editores son los que revelan el nuevo pulso creativo y los grandes editores son los encargados de difundirlo lo más lejos posible.

He revisado su programa de gobierno, señor Lasso, y no he sabido encontrar propuestas concretas respecto a la cultura y la situación del libro. En algunas declaraciones suyas, ha afirmado que evitará que los emprendedores culturales tengan obstáculos y puedan salir adelante. Sería un logro admirable si ese propósito se alcanzara, a tal desastre hemos llegado. Pero ese “laissez faire” no es suficiente. Como no lo es una política de gobierno orientada a dar libros gratis, el peor error de todos en la cultura del libro, porque corroe y destruye el tejido editorial de una sociedad libre.

El libro es un mediador lento pero firme de la solidez de una cultura. Exige diversidad de autores y puntos de vista, imaginación libre y riqueza de estilo, rigor en su elaboración y difusión crítica. Aquí entra el pulso lingüístico, lo que confiere un abanico de registros por los cuales el mundo puede intuir la diversidad de voces de un país. No es cuestión de poner a escritores en cargos públicos. Ese suele ser el error fatal. El trabajo es más sutil: hay que dar las garantías de libertad de pensamiento, aprender que la voz crítica del contrario también representa la cultura del propio país, que no hay mayorías determinantes sino minorías con absoluta relevancia. Minorías que pueden consistir en la de un solo individuo: el escritor excéntrico e incluso irresponsable –cuánta manía empobrecedora la de querer convertir la obra de un escritor en una especie de ejemplo de lo políticamente correcto– si es que esa irresponsabilidad le permite descubrir las visiones de un lenguaje inédito que sacuda el lenguaje rendido. Todo eso opera en un libro. Y este se encarga de configurar con criterios el pensamiento diverso de una sociedad realmente dinámica.

El libro no ha importado a los gobiernos ecuatorianos –no al menos como en Colombia, México o España– y esto sí exige un cambio.

Que se entienda que el libro no es la distracción, sino que la cultura en sí misma es el núcleo para tener un país sólido y seguro en sí mismo.

Confío en que usted pueda escuchar estas palabras, ahora que todavía es candidato para la segunda vuelta. El poder excesivo se hace el sordo, como bien sabe, frente a las palabras críticas. Los libros nos enseñan que en ellos sobreviven las palabras que no fueron escuchadas en su momento para ser escuchadas en una oportunidad mejor. Hay que proteger a estos artificios de la paciencia porque son las reservas que nos quedan en la maraña irracional de los días que corren.

Pensándolo bien, lea Los idus de marzo. Si ya lo leyó, vuélvalo a visitar. Seguro que Thornton Wilder le descubrirá algo nuevo e inesperado. (O)

 

El balance de la situación del libro es francamente desastroso. Dos de los más grandes grupos editoriales de la lengua española han retirado sus sedes de Ecuador ante la inestabilidad y las pocas garantías del país, y aunque siguen operando, el núcleo del trabajo editorial –seleccionar y promover autores ecuatorianos– ya no se realiza desde Quito sino desde Bogotá...