En una de sus más famosas canciones Jacques Brel musita: “Il nous fallut bien du talent pour être vieux sans être adultes” (Hemos necesitado mucho talento para llegar a ser viejos sin necesidad de ser adultos), a lo cual Mafalda pudo acotar: “Qué importan los años, lo que realmente importa es comprobar que a fin de cuentas lo mejor de la vida es estar vivo”. Resulta azaroso definir lo que es la adultez, pero podría ser el tramo que nos lleva de los veinticinco a los sesenta años. El adulto, al sumar las primaveras, empieza a sentir el peso del pasado, nota cierto deterioro físico, pérdida de energía, a veces disminución de la vista, de la audición. Si bien es cierto que la buena salud es el silencio de los órganos, llega un momento en que cruje una articulación, se extravía la memoria, se debilitan los reflejos, tomamos mayor conciencia de nuestra mortalidad, se acorta el camino. Miguel Donoso Pareja dijo: “Después de los ochenta es yapa”.

Llegar a ser humilde es inevitable si desarrollamos a plenitud nuestra conciencia. Sabemos que se apolillan los diplomas o pergaminos, se oxidan las medallas, se vuelven más pronunciadas las arrugas. Cuando entregamos para siempre las herramientas, no hay mayor diferencia entre un Onassis muerto y el mendigo de cualquier esquina. Con los años se van solidificando los rasgos de nuestra personalidad, tanto positivos como negativos. Lo peor que puede suceder es el apego testarudo a un ego desmedido.

Intentamos ser coherentes con lo que pensamos, creemos, escribimos, damos traspasos, adoptamos actitudes egoístas o equivocadas: hay tantas personas a las que deberíamos pedir perdón. No reconocemos en los defectos ajenos los nuestros propios:: chismes de baja calaña, calumnias, frivolidades al granel, juzgamos sin ponernos en la piel ajena. Al agonizar, tomamos demasiado tarde conciencia de lo que fuimos, adoptamos gestos nobles, mas al mismo tiempo ocultamos íntimas basuras, cinismo, consumismo delirante frente a la miseria más atroz. Nos deslumbramos frente a un automóvil de lujo, vestidos de marca, pasamos por clínicas, hospitales, cementerios, velatorios, no cambiamos, seguimos campantes como si fuéramos eternos. Tratamos de entender por qué la gente nos ama, por qué otros nos aborrecen, porque somos a la vez lo mejor y lo peor, jugando a ser lo máximo. Somos niños toda la vida, tomándonos en serio. Solo debemos recordar los momentos, por más fugaces que fueron, en que nos sentimos parte de otro ser humano, pues en eso consiste el amor. En realidad tenemos, no más, el tamaño de nuestra conciencia, la que nos permite aceptar y valorar nuestra fugacidad.

Cuando asumió la Presidencia, Jaime Roldós, declaró: “Ha llegado la hora de la humildad”. Por eso legó a la posteridad la imagen de un ser transparente. Con apenas dos años en el poder dejó en el mapa su inolvidable cicatriz. Y cuando nos disfrazamos de modestos, nos llega como latigazo la irónica frase de Golda Meir: “No seas tan humilde, no eres tan grande”. El remedio para medir nuestro tamaño real es observar cómo se ve el planeta Tierra desde el infinito espacio. (O)