Nunca supe su nombre. Durante ocho años lo saludé usando muletillas como: “¡Estimado! ¡Muy buenos días!”, o la usual “¡Amigo! ¿Cómo le va?”. Él devolvía el saludo de manera educada, con la bondad y la torpeza que dan los años. Decía tener 91. Su vida era una rutina muy fácil de seguir; y no dudo de que él haya podido seguir la nuestra. Solía llegar a la calle Luque pasadas las ocho y media. Ponía su banquito entre la papelería y la óptica. Se quedaba ahí hasta pasado el mediodía, recibiendo lo que la gente buenamente le daba. Mendigaba sin dramas. Recibía sin quejas lo que le ofrecía. Los dueños de una panadería cercana le daban siempre algo de los pasteles que no se vendían, por quedar pegados al molde. El portero de mi edificio solía molestarlo. Se sentaba junto a él y lo imitaba. “Yo también quiero que me den plata sin trabajar”, le decía. Aun así, este viejito aguantaba las bromas y seguía en el mismo sitio.

Los encuentros cotidianos hicieron que aquel anciano pasara poco a poco a ser algo más que un desconocido en el paisaje urbano. Con el tiempo, terminamos saludando con estrechón de manos. De igual manera lo saludaban mis hijos cuando esperaban el bus al colegio. Era para nosotros un miembro más del barrio, un vecino, y lo tratábamos igual que al dueño del edificio de al lado, al plomero que tiene una bandejita de caramelos, la dueña de la papelería o la viejita que también mendigaba en la calle; y que alguna vez, cuando mi esposa le negó unas monedas por la prisa con la que iba al trabajo, le respondió: “¡Ay, niña! ¡Tan bonita, y tan tacaña!”.

En esas conversaciones que solíamos tener en la calle, me contó que pagaba por un cuartito en Cristo del Consuelo, y que había sido soldado en la guerra del 41. En alguna ocasión escuchó el nombre de mi hijo mayor, y emocionado comentó: “¡Yo tenía un hermano menor que se llamaba así! Se fue de la casa cuando yo tenía 14 años. Nunca más lo volví a ver”.

Siempre estuvimos conscientes de que muchas de sus historias podían ser producto de su imaginación ya senil. En el fondo, aquello nos parecía irrelevante.

Durante el tiempo que estuve haciendo mi maestría en Estados Unidos, este humilde señor no dejaba de preguntarles a mis padres por mí y por mi familia. “Qué es de mis niños?”, preguntaba en referencia a mis hijos. Alguna vez le dio a mi madre un regalo para ellos. Una canastita, para que en ella mis hijos guardaran sus juguetes. Regresamos a Ecuador, y volvimos a saludar con él cada vez que viajábamos a Guayaquil, a visitar a la familia.

Días atrás, mis padres me avisaron que este amigo –cuyo nombre jamás conocí– falleció. Algo así tiene que pasar para que seamos conscientes del peso que tienen en nuestras vidas aquellas personas con las que convivimos diariamente, pero que apenas conocemos.

El centro de Guayaquil tiene ese encanto. Es el único lugar de la ciudad donde uno puede enriquecerse con encuentros así, que te conectan con las diversas realidades que somos. (O)