Los seres humanos, como individuos integrantes de la sociedad, somos el resultado de una serie de factores combinados que van desde la herencia hasta aquello que, a lo largo de nuestro desarrollo, vamos adquiriendo del ambiente que nos rodea. Ese conjunto de factores, unos favorables y otros no tanto, van consolidando nuestros rasgos de personalidad y carácter, y van configurando las características que finalmente poseemos en nuestra edad adulta. Resultamos ser humanos maravillosamente diversos: frutos de una mezcla de ADN, rasgos familiares y huellas de nuestro entorno. Serían interminables los temas de análisis que podrían ser objeto de discusión dentro de ese amplio espectro de factores condicionantes que marcan nuestro carácter y nuestra personalidad.

A lo que me referiré en estas líneas es a la influencia que, en los jóvenes, tienen quienes ejercen funciones de autoridad. La opinión de quienes son líderes, las formas en las que se expresan, las actitudes y los comportamientos que exhiben ante diferentes situaciones, sobre todo en circunstancias difíciles, para bien o para mal, ejercen una poderosa influencia en los espíritus, aún maleables, de los jóvenes. Si de otra parte, cuando fuere del caso, el ambiente familiar es adverso (violencia, poco o nulo estímulo a la lectura, infravaloración del estudio, por mencionar algunos síntomas), nuestros jóvenes quedan expuestos casi exclusivamente a aprender lo que ven y lo que oyen. Ese será su parámetro de medición, y alrededor de él se formarán diversos tipos y estilos de actitudes y reacciones que terminarán caracterizándolos.

El ambiente universitario en el que vivimos actualmente me ha hecho caer en cuenta de algo muy importante, y por demás preocupante. Quienes cursan al momento una carrera universitaria fluctúan aproximadamente entre los 19 y 24 años de edad. Su crecimiento como adolescentes y el desarrollo de su madurez ha coincidido con estos diez últimos años de un ambiente nada pacífico ni conciliador en nuestro país. En todo este tiempo nos ha tocado oír diariamente un discurso agresivo, soberbio, divisor, confrontador, de quien debiera haber sido ejemplo de racionalidad y razonabilidad. Creerse dueño de la verdad, pretender obediencia ciega a órdenes y deseos, menospreciar el pensamiento diverso, responder impulsivamente ante la crítica, ser incapaz de escuchar otros puntos de vista, no reconocer el valor democrático del debate y la controversia, especialmente en asuntos de interés colectivo, no son cualidades que abonen a la construcción de sociedades fructíferas, solidarias, equitativas. Los jóvenes en general –aunque no solo los ecuatorianos, pero sí particularmente los ecuatorianos– requieren disponer de horizontes modélicos capaces de testimoniar con sus propias vidas cuánto dependemos los unos de los otros, y, en consecuencia, cuánta falta nos hace una conciencia ética plenamente humana.

Las causas y las circunstancias que podrían explicar el porqué de ciertas actitudes de nuestros jóvenes no se reducen a esta especie de modus vivendi que nos ha caracterizado como país en los últimos años; pero tal vez sí puede ayudarme a entender la actitud desafiante que ha empezado a aparecer en algunos estudiantes universitarios, para quienes la mera obtención de un grado académico está por encima del conocimiento profesionalmente indispensable y de la ética profesional mínimamente necesaria. Puede ser que ese esté siendo el resultado de haber ido creciendo en una época en la que ha parecido posible obtener lo que se desea a toda costa y a cualquier precio. (O)