La vinculación entre democracia y mercado ha sido un tema muy discutido desde hace tiempo. Lo he retomado por dos razones, esencialmente: por los efectos del autoritarismo aplicado para “regular” una economía de mercado en los últimos años; y, por la necesidad de vigorizar opciones que resultan apropiadas para el rescate de las libertades esenciales.

El punto de partida es concordar en que en el Ecuador de estos años estaba vigente una economía de mercado. La estrategia aplicada desde 2006 ha sido, en ese marco, contradictoria, al ponerse en práctica un esquema de alto intervencionismo estatal, cuyo mejor reflejo ha sido la evolución del gasto público y el direccionamiento de la inversión estatal bajo una visión al extremo autónoma, basada en supuestos, a mi juicio, incorrectos.

Es, por ejemplo, el caso de la construcción de varias hidroeléctricas para una matriz productiva que no experimentó cambios en los últimos años (esto puede verificarse en la estructura del comercio exterior: similar concentración a la de hace al menos 40 años) ¿Hubo planes definidos objetivamente? ¿Alternativas?

De forma similar, lo relativo a las políticas de inserción al mercado internacional (no se definió nunca una política de comercio exterior consistente; se apuntó a “sustituir importaciones” y “fomentar exportaciones”, lo que resultaba contradictorio, vistas las normas y compromisos internacionales; el Acuerdo con la UE se suscribió recién a 10 años de iniciadas las negociaciones). En dolarización, ello no es pertinente.

Esto generó incertidumbre. No se quiere decir, una vez más, que al Estado no le corresponda definir esquemas regulatorios para mercados imperfectos, a fin de alcanzar mayor eficiencia económica y mejor equidad. Pero para ir en esa dirección hay varias condiciones, incluso en medio de escenarios adversos (la caída de los precios del petróleo, por ejemplo).

Una relación óptima entre libertad, democracia y mercado es una de ellas, porque afecta la vinculación entre crecimiento económico y desarrollo. Varios trabajos han procurado mostrarlo: uno de los más relevantes, en mi opinión, es el del economista francés Jean-Paul Fitoussi, La Democracia y el Mercado, que data de 2004.

El mercado, ¿es compatible con la democracia? Señalan los más radicales que el mercado no es compatible con ningún régimen político, democracia o dictadura. Arguyen que se debe limitar la intervención del Estado en la economía, pues ésta condicionaría su eficiencia.

Pero este razonamiento, erróneo por principios básicos, es de carácter económico y no político. Lo cierto es que, vistas distintas experiencias, si no se favorece una mejor relación entre democracia y mercado, podrían existir solo formas imperfectas en esos dos ámbitos.

De otro lado, también se ha sugerido que la democracia sería una suerte de “bien de lujo” en los países en desarrollo (la opinión de Robert Barro, economista de la escuela de las denominadas “Expectativas Racionales”). Visto que en los países en desarrollo hay tendencias a exigir programas sociales amplios que permitan redistribuir la riqueza, lo que “conspiraría” contra el mejor desempeño económico, el autoritarismo debería ser la norma.

Barro sugiere que solo en los países desarrollados es posible la plena vigencia de las libertades, toda vez que el nivel de desarrollo alcanzado, el Estado del bienestar en algunos de ellos, les permitiría ese mayor grado de “laxitud democrática” (¿), que no sería el caso en los países en desarrollo.

Pero, también podría darse el caso contrario: fijar reglas que no se corresponden –aparentemente, por lo demás– con las estructuras del mercado, por influencia de ideologías sobrepasadas. Al no existir un esquema de pesos y contrapesos e independencia de poderes –al no haber democracia– su aplicación depende exclusivamente de la voluntad del autócrata.

Así, las concepciones extremas deben descartarse. Por derecho de los ciudadanos, primero. En la práctica, la democracia plena garantiza siempre el mejor funcionamiento económico, pues incluso los individuos que son contrarios a asumir riesgos o que no están dotados de capitales importantes, viven considerablemente mejor en un régimen de libertades.

En este tipo de regímenes, las políticas discrecionales tienden a limitarse (no dependen en ningún caso de la voluntad de nadie), pues se confiere mayor importancia, en los hechos, a las preferencias de los electores, lo que obliga al rescate de la institucionalidad y hace más difícil que se adopten decisiones que perturben la eficiencia de los mercados, que deben regularse sólo en perspectiva de objetivos por el desarrollo.

Los grupos sociales están así menos inclinados a adoptar comportamientos no solidarios y perturbadores, lo que sí se observa en contextos que propician la discrecionalidad (el autoritarismo), y sobre todo porque no hay certeza respecto de la dirección que tendrá la economía. ¿Coincidencias? Véase el caso de Venezuela.

La superioridad de la democracia en términos de bienestar conduce a largo plazo a un comportamiento superior en términos del desarrollo. La democracia es una forma “flexible” de gobierno, ya que, nuevamente, la presión de los electores obliga al sistema a adaptarse a las circunstancias, sin que las políticas económicas dependan de ninguna voluntad “superior”.

El que sea “flexible” no quiere decir que no haya leyes, normas o instituciones que deben ser respetadas. Se ha dicho que actualmente se viven “democracias de mercado” antes que “economías de mercado”, exclusivamente.

Aceptándose, pues, una mínima racionalidad, de lo que se trata es de encontrar complementariedad entre política y economía. El mercado no es, bajo esta lógica de análisis, la forma dominante de organización y esto precisamente gracias a la vigencia de la democracia, en los países en los que ello ocurre. La jerarquía normal de valores, se ha señalado, exige que los principios económicos se subordinen a la democracia y no a la inversa.

En suma, la democracia no es un obstáculo a la eficiencia macroeconómica ni a la cohesión social, como algunos suponen. Al contrario, impone solidaridad y progreso, si se acompaña de regulaciones apropiadas y se apoya en ciudadanos de mente abierta y respetuosa de las ideas de los demás. Honestos, esencialmente. Y, ojalá, de un empresariado que alguna vez asuma sus propias responsabilidades sociales.

El autoritarismo debe reemplazarse por un equilibrio moderno entre libertad y soberanía, a fin de poner límites a la discrecionalidad del Estado, sin prescindir de la eficiencia y del logro de una sociedad más equitativa. Y debe entenderse que en ese marco el mercado, bien regulado, reforzaría la estabilidad económica.