Había decidido no volver a escribir en esta columna hasta que terminase la campaña electoral. Pero voy a dejar de lado esa incómoda decisión. Lo hago, por responsabilidad conmigo mismo. Subrayo en la individualidad de la decisión para evitar toda falsa atribución de méritos. O elusión de compromisos, de los que me siento liberado, una vez que he podido aquilatar la dimensión humana de la forma política que me ha rodeado últimamente. Escribir, ahora, desde la enfermedad, me libera. Me obliga a ser directo.

1.- Ellos, los antidemócratas, perdieron la posibilidad de ganar en la primera vuelta. Pero pudieron haberla ganado. Primera lección. La perdieron por arrogantes. Sus cuentas electorales (como las nacionales) estaban infladas. El poder ilimitado es una venda incluso para el más experimentado. La primera lección para los demócratas es que no se ha ganado la segunda vuelta. Y que puede perdérsela si no se hacen las cosas serenamente. Con visión. Con modestia. Con convicción.

2.- ¿Quién ganó? En el primer plano de la retina, obviamente el candidato opositor. Los que ingenuamente ponen membretes orondos dirán la banca, poniendo una representatividad apresurada a lo que tiene otra hondura histórica, mientras que los otros sentenciarán “los de siempre”. Un acontecimiento decisivo, como haber evitado la ganancia del autoritarismo en primera vuelta, va más allá de la instrumentalidad de una relación social. Es una puesta en escena de una voluntad de la masa y su decisión de buscar a la democracia. Búsqueda que está por construir. Darle significado. El resultado en su significado profundo es la apertura de una posibilidad democrática.

3.- Me voy a hacer una pregunta profundamente incómoda. Con mala fe contra mí mismo. ¿Podré votar por un liderazgo relacionado con valores conservadores, incluso asociados al opus dei? El voto no es el reconocimiento al integrismo (sistema –religioso– intangible) del votado. Si lo fuera, nadie podría votar sino por sí mismo, por uno exactamente igual a sí mismo. Sin embargo, la democracia es exactamente esa diferencia. La construcción de la representatividad. Y la representatividad es inexacta. Y, a esta altura de la vida, he aprendido a reconocer que esa es justamente la virtud de la democracia como construcción humana. Al votar por la democracia en esta coyuntura no estoy avalando el integrismo conservador del candidato (v. g. Correa o Trump como es la demanda de los populistas), sino la significación histórica de elementos de liberalidad política articulables en la recuperación democrática.

4.- El resultado que se construyó cada minuto a lo largo del domingo 19F dejó de ser el triunfo de CREO-SUMA, forma operativa de un proceso que culminaba. El resultado comenzó a ser, y cada vez más es, una expresión de una amplia demanda democrática. Ello complica crecientemente cada vez más a sus candidatos y militantes. Porque les repleta de responsabilidad. Y de un sentido estratégico, que si no lo tienen, tendrán que aprenderlo en el camino. No porque ellos puedan perder. Porque el país puede sufrir un revés estratégico. Dicho rápidamente, el triunfo de su candidato dejó de serlo para convertirse en el reto del Ecuador.

Un acontecimiento decisivo, como haber evitado la ganancia del autoritarismo en primera vuelta, va más allá de la instrumentalidad de una relación social.

5.- Hoy, la consigna –voz de mando de la política práctica– es el avance del conjunto de la nación. No del nacionalismo de estos años, barato, vacío, elemental. Los antidemócratas acuñaron bien una octavilla discursiva y la práctica corrupta de que somos la experiencia planetaria que patea en las canillas al imperio, bañados del discurso del socialismo del siglo XXI con un resultado de fantasías incontenibles de modernización frustrada, fallida. No. La nación moderna significa pluralismo, articulación de todas las vertientes culturales y regionales, plurinacionalidad, interculturalidad, interterritorialidad. De las distintas vertientes clasistas. Y de muchas otras segmentaciones emergentes. El avance de la nación significa diversos planos de articulación y coalición de esos cauces diversos para preservar estratégicamente la posibilidad de vivir juntos, como una comunidad que tiene destino, que puede construir su destino. Y que puede hacerlo entre diferentes.

6.- La nación no consiste en revolverlo todo. En perder las diferencias. El nacionalismo filo-fascista es el que se perfilaba (y que aún puede ganar) en el Ecuador. A propósito de la nación elemental –sentimiento que ha acompañado casi siempre a los caudillos– se nos espetó en cada discurso una cansina repetición de la soberanía nacional. Que la patria debía autodeterminarse, siendo cada dólar del bienestar la careta para lograrlo. Claro está, con esa fracción de corrupción anidada en los bolsillos de esos antipatria. Se usó la soberanía nacional para acabar con la soberanía popular. O es que acaso nos hemos olvidado de la forma parlamento, intercambio inexistente de opinión política, alcahuetería del populista y sus secuaces.

7.- La recuperación democrática perdió una primera batalla, la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional. El parlamento es un escenario, aunque no el único para construir a la forma política de la sociedad. Los demócratas debemos reconocer varias cosas. La primera que no existe una sola forma de representación, incluyendo en ella a nuestros partidos y organizaciones sociales. La segunda, que para construir el avance del conjunto de la nación, sí es posible –y es necesario– diferenciar entre el acuerdo electoral para derrotar a la antidemocracia, el acuerdo parlamentario para enfrentarla en un –entre otros– espacio de la política, el acuerdo gubernativo, en el que se puede, o mejor no se debe participar, para preservar lo fundamental de la lucha política actual, el acuerdo estratégico de la recuperación democrática. (O)