Les prometo que esta es la última vez que les hablo de La La Land. Pero es que el otro día me topé con un artículo en The Guardian, me parece que de Peter Bradshaw, y nuevamente me invadió la inspiración. Peter, o quien sea que lo escribió, se quejaba diciendo que todos queríamos que Mia y Seb se quedaran juntos, mas no que dejaran perder todo por elegir sus sueños. Aunque no era una simple queja de quinceañera. Más o menos tildaba a Chazelle de loco por elegir los sueños antes que al amor (o al menos, esperarlo). Decía que, a pesar de que nos encanta la palabrería negativa (si es existencialista, sí puede pontificar), las personas aún creen en el amor.

Es que no todo da igual. O tal vez da igual en el sentido de que nuestra subjetividad opaca es incapaz de ver algo más que vacío en toda la realidad. Quién se atrevería a decir que Robert Frost era un exagerado y no, más bien, un místico, un artista de lo inefable. O quién no quisiera que en los premios Óscar se hablara más de arte que de racismo (entiendo que el arte también es un medio de crítica social). Qué importante son los ojos del corazón.

Volviendo a la película: ¿por qué Seb no acompañó a Mia a Francia? O ¿por qué al menos no la esperó? No sé si Chazelle es un extremista de las decisiones, un calculador frío. Tal vez simplemente dejó de creer en el amor: ese que deja de fijarse en la belleza física para escarbar hasta la auténtica de la persona. Ese amor de que te amo porque eres único, un acontecimiento, de que eres estrella con nombre. Ese amor que permite entender la diferencia entre un vino joven y un Gran Reserva. O nos olvidamos de la paciencia, o tal vez, sencillamente, del amor.

Qué alentador es conversar con esa gente sencilla que tiene el gran título, el Ph.D., de no tener ninguno. Esa gente que ha visto el mundo con mera honestidad, no buscando reducir la realidad a las teorías de unos pocos “locos”. Chesterton decía: “La leyenda generalmente la hace la mayoría de la gente sensata de un pueblo. El libro generalmente está escrito por un solo loco del pueblo”. Esa gente de a pie, el espectador de a pie, sin duda muchas veces un crítico trivial (nuestra “sociedad líquida”), pero que en su sencillez, en sus ojos de niño, aún logra espiar los misterios de la existencia. Los hombres estamos urgidos de amor. Qué importante son los ojos del corazón.

No olvidemos la pequeña llama que nos quemó dentro cuando escuchamos la música de Justin Hurwitz (que recibió un Óscar). Todavía hay algo allí. Eso que nos molesta en el pecho no es un mosquito, es el corazón, el alma que pide más. Qué pena haber perdido la capacidad de asombro, de ver fuera de nosotros, y que en epitafio de nuestra vida, Ryan Gosling pudiera cantar: “And there’s not a spark in sight/ What a waste of a lovely night”. (O)