Después del demoledor informe de un grupo de psiquiatras norteamericanos en torno a la salud mental de Donald Trump, es más que evidente que la acción política tendría que ser mirada desde una perspectiva no nueva pero al menos diferente. La calificación de cuadro grave de alteración de pautas de conducta del mandatario de la primera potencia mundial y uno de los que puede ordenar apretar el botón nuclear, lo hace todavía más peligroso y sume al mundo en un temor más que elocuente y real. Estamos en manos de gente no normal y para eso habrá que tomar medidas similares.

Una de las ventajas de los “locos” que llegaron a la presidencia es que sus acciones absolutamente desquiciadas fueron analizadas desde la equivocada perspectiva racional, favoreciendo las locuras y agotando a los racionalistas. ¿Cómo lograr descifrar el momento del encuentro de Hugo Chávez con las cenizas de Simón Bolívar, por ejemplo, los tuits de Maduro y sus encuentros con el pajarito, las deschavetadas afirmaciones de Correa o de los Kirchner? Estos simulaban ser serios con acciones absolutamente desprovistas de toda lógica racional, pero enderezadas a distraer el debate y la atención sobre los grandes temas del país. Lo hacían casi siempre en los momentos cuando más operaban contra los intereses nacionales. Los expertos en comunicación sabían bien lo que mandaba el manual y cuando estaban con el inicio de un escándalo, el mandatario protagonizaba uno que en apariencia no tenía pies ni cabezas, pero que servía a los propósitos destructivos del gobierno de turno.

Si pudiéramos medir el nivel de resentimiento y de odio de nuestros candidatos a presidente, qué cantidad de problemas y daños podríamos evitar a nuestros países.

Así como es exigencia en algunos lugares el enfrentarse a un polígrafo para observar rasgos de conducta que son vitales para el ejercicio de una función, así también deberíamos obligar a varios mandatarios a pasar por el diván de un buen psiquiatra que nos diga sus padecimientos y limitaciones, para que se eviten graves costos para la república. Alan García reconoció padecer de bipolaridad y la culpó de sus fracasos en la primera gestión como presidente peruano. Luego de varios años en el exilio y de consultar con un psiquiatra colombiano, este le recetó litio, con el cual logró aminorar los efectos perniciosos de esa enfermedad mental. Si pudiéramos medir el nivel de resentimiento y de odio de nuestros candidatos a presidente, qué cantidad de problemas y daños podríamos evitar a nuestros países.

Es importante desarrollar un instrumento que mida esos niveles y sea imperioso el paso por un control psiquiátrico serio que nos evite los malos momentos que supone estar en manos de un presidente con alteraciones mentales. Casi siempre en esos casos lo conocen sus cercanos colaboradores, pero las consecuencias las padecemos todos. En esta sofisticada era en que vivimos, donde es posible solo con una muestra de saliva conocer los ascendientes de uno, no estaría del todo mal exigir en nombre de la calidad de nuestras democracias conocer la siempre demonizada salud mental de nuestros mandatarios. Los costos de no hacerlo a la larga son mayores y los pagamos todos. Tarde serán los lamentos si padecemos las consecuencias de gobiernos liderados por quienes encarnan todos los miedos y resentimientos de un sector social determinado.

Un paso por el diván del psiquiatra o una medición de los niveles de resentimiento y odio no estarían de más para mejorar la calidad, previsibilidad y rigor de nuestras democracias. (O)