Ahora, que contamos con una versión del diccionario (DRAE) en el teléfono celular, ¿se lo consultará tanto como cuando arrastrábamos sobre una mesa el gordo volumen? Lo he pensado reparando en lo reducido de la terminología con que se expresa el común de los mortales o en la repetida pregunta de los jóvenes “¿qué significa tal palabra?” como correlato habitual en alguna hora de clase. Pese a la tentación de responderles enseguida, me muerdo la lengua para insistir en lo que sería un buen hábito para toda la vida.

¿Qué hacíamos en el pasado, cuando leíamos novelas y cualquier clase de textos, invadidos de información cifrada en el corazón de las palabras? La posibilidad de la consulta inmediata en Google es una de las más grandes ventajas de la tecnología que redunda en el enriquecimiento intelectual del lector. Pero las herramientas dibujan un tipo de lector que, me temo, está afectado por la impaciencia contemporánea. Si bien el sobrentender es una operación natural de nuestra mente (o suponer o comprender por el contexto), la comprensión total se produce de un rítmico acopio de signos y de su interpretación al calor de la lectura.

En tiempos tan caldeados por los fenómenos políticos como los que estamos viviendo, un léxico próximo a las áreas que tienen que ver con la gobernabilidad (término reciente), buena parte del pueblo avanza subida sobre palabras que podríamos estar utilizando por aproximación, sin jamás haber pensado en ellas. ¿El autorreconocimiento como “demócrata” incluye el respeto al pensamiento ajeno, al diferente punto de vista? ¿El triunfo de una posición –la mayoría– debe desconocer el porcentaje que no apoya las tesis y medidas de los triunfadores? Mucha tinta ha corrido al respecto y es diferente lo que se dice de lo que se hace.

Las palabras nos contienen en nuestras fortalezas y en nuestras debilidades. El corte de un fragmento de algún texto de nuestra autoría –hablado o escrito– nos permite ver no solo el rumbo de unas ideas sino cuán dúctil es la materia prima lingüística en nuestro uso o si se mueve por sendero pedregoso. Por mucho que los asesores hayan trabajo detrás de los candidatos para pulir sus expresiones y discursos, tarde o temprano aflora la verdadera cara del hablante, esa de las torpezas y los puntos débiles.

El rostro antiguo del léxico es uno de mis campos de observación. Si bien soy consciente de la imperiosa evolución del idioma (con sus malabares refundidores y acogedores de lo extraño), veo con añoranza la retirada de los términos que van saliendo de uso, pero que tenemos que conocerlos por el registro fundamentado en la literatura. Ya nunca más “sentó al niño en su halda” o “avanzó iluminado por la palmatoria” o “hay que acudir donde el talabartero” porque “halda, palmatoria y talabartero” son términos moribundos, colocados en la fila de salida, aunque hayan quedado consagrados en páginas literarias.

Los coloquialismos no me preocupan. Son ingeniosos pero fugaces, responden al carácter creativo del pueblo que siempre tendrá una vena de conexión directa con la coiné, matriz inalterable pese a las variantes. En nuestro tiempo muchos están inspirados en el inglés, pero nuestra pronunciación convierte siempre al término extranjero en español. Con los años, la RAE los acepta según el uso. (O)