Volver a casa tras el feriado, al buzón a punto de estallar. A esos sobres conteniendo los rugientes monstruos de la rutina: pagos pendientes, contratos mal pagados, engaños disfrazados de ofertas. Volver al escritorio donde se arremolinan los proyectos iniciados y aplazados, las ilusiones traicionadas. Volver a la refrigeradora vacía, desde cuya puerta te saluda una sátira de Mao Tse-tung recordándote dónde terminan algunas revoluciones: sonriente, el tirano extiende su brazo señalándote el nuevo camino al baño: “Al fondo a la izquierda”.

Volver al frío de Leipzig todavía deslumbrada por el sol de Atenas, sus calles asfixiadas por el tráfico, sus balcones de ojos cerrados por párpados de lona ennegrecida. Ciudad de ruinas y gatos arrinconados por el turismo masivo. Mercados que huelen a canela y pescado. Hospitalidad proverbial colapsada ante la cantidad de refugiados cuyas manos se aferran desesperadas a esta orilla del mundo.

Polis en ruinas, añoranza de la democracia. Partiendo en dos los restos del ágora antigua se abren paso los rieles del tren urbano. Chirrían cada diez minutos los vagones cubiertos de grafitis, siempre y cuando no haya huelga de transportes. Ciudad arrasada por las manifestaciones, sociedad que se defiende, clama, se lanza a las calles para exigir justicia.

Entre el ruido y la furia de la ciudad moderna susurran las ruinas del Teatro de Dioniso donde alguna vez se corearon, sollozaron y rieron las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, las comedias de Aristófanes (grotescas, rebeldes, vedadas a las mujeres). Se entregaban incluso premios: óscares antiguos y teatrales. Yo hubiera premiado a la “Antígona” de Sófocles, estremecida por el destino de esa mujer que osó desobedecer la imposición del déspota, la que opuso resistencia a la ley de un solo hombre que atentaba contra la dignidad humana.

Al pie de la Academia, qué imponentes las severas estatuas de Platón y Sócrates, mientras divina se eleva sobre una columna la diosa Atenea, protectora de la ciudad. Y nosotros acá abajo, comiendo rosquillas con sésamo, saltando sobre las naranjas que ruedan por las callejuelas (y que no se comen, explican los griegos a los escandalizados turistas nórdicos), sintiéndolas reventar bajo nuestros pies, acariciando a los gatos que habitan la Biblioteca de Adriano, guardianes de la memoria que nos observan desde sus ojos de siglos.

Llegaría el fin de este delirio politeísta, se pondría punto final a las travesuras de dioses y héroes: en el siglo IV el emperador romano Teodosio prohibiría todo culto que no fuera el monoteísmo cristiano. “Se impuso entonces un culto único”, resumió la guía turística a la sombra del Partenón...

Entre la multitud de sábado de shopping, se abre paso un organillero empujando su mueble musical por una cuesta de piedra de esta ciudad entre colinas. Sombrero, camisa blanca, terno negro: el pantalón acariciando en alineación perfecta los zapatos (sin groseros pliegues ni tobillos de medias blancas). Un exquisito solitario de sonrisa melancólica. Delgado, altísimo, vive de las monedas de quien escucha su música, atraviesa la ciudad al ritmo de su mano girando la manivela. De su organillo surgen melodías tradicionales griegas que se escabullen entre las piernas de la gente, entre los zapatos feos de los turistas, rodean los muros de las minúsculas iglesias bizantinas, no penetran su oscuridad de sufrimiento y temblor, de cantos solemnes, de fieles besando íconos que los miran desde sus ojos de almendras, tan tristes. De su caja musical salen notas tan ligeras que envuelven las blancas columnas de los templos antiguos. Vuelven a la vida los doce dioses del Olimpo, la música desvanece la imposición de un solo Dios. Ante la imagen sufriente de la virgen madre de Jesús, baila la diosa guerrera y sabia, Atenea nacida armada de la cabeza de su padre. Canta Orfeo con su lira. Prometeo, creador, salvador, vuelve a robarse el fuego (luz, civilización, esperanza) para dárselo a la humanidad. Y Zeus lo castiga encadenándolo a una roca donde un águila devora su hígado. Y Heracles lo salva una y otra vez al son de la música. Mientras tanto, en las oscuras bóvedas de las iglesias bizantinas, Jesús permanece suspendido en una imagen: crucificado, sangrante, coronado de espinas.

En otros libros, en otros tiempos se honraba a Gaia, divinidad femenina, madre tierra generadora de vida. De ella nacerían los titanes, y de los titanes, los dioses, diversos y extraños, del Olimpo: el poderoso Zeus del cielo, Afrodita de la belleza y el amor, Apolo: luz, conocimiento, música y profecía, Dionisos: éxtasis y teatro, Deméter: fertilidad y naturaleza, Poseidón: tuyo es el mar.

Llegaría el fin de este delirio politeísta, se pondría punto final a las travesuras de dioses y héroes: en el siglo IV el emperador romano Teodosio prohibiría todo culto que no fuera el monoteísmo cristiano. “Se impuso entonces un culto único”, resumió la guía turística a la sombra del Partenón. Un culto único a un solo Dios masculino… me dije ante el embrujo del templo dedicado a Atenea, asolado por la historia regida por la sed de poder de los hombres: iglesia bizantina, mezquita musulmana, depósito de pólvora y finalmente sitio arqueológico para no olvidar lo que fuimos y lo que seguimos siendo. (O)