Lo recién vivido por los ecuatorianos testimonia la nula confianza en nuestras instituciones, la fragilidad de nuestra democracia y la inconsistencia de nuestra sujeción a la ley. El problema no se reduce a discutir si nuestras autoridades dieron o no motivo para justificar la suspicacia popular. La dificultad fundamental radica en los defectos congénitos y aún no superados desde nuestro nacimiento como país y de nuestra organización social. Arrastramos las taras del dominio colonial, de los cacicazgos locales y del poder arbitrario que suplanta a la autoridad y a la ley. Todo ello encuentra su máxima expresión en nuestra política, donde cada nuevo gobierno que se presenta como liberador y diferente termina reproduciendo los mismos abusos repetidos y aumentados.

El verdadero fraude no es el que supuestamente se cometió y jamás se probará en las recientes elecciones, a favor o en perjuicio de cualquiera de los dos finalistas. El verdadero fraude es el de toda nuestra vida social y política, en el que todos participamos haciendo “como si” creyéramos en el derecho, cuando en realidad recusamos todo aquello que no coincide con nuestros deseos. Los ecuatorianos hacemos “como si” respetáramos la ley, cuando en el fondo no reconocemos más ley que nuestro deseo y más voluntad que la del poder que usufructuamos. La recusación, en nuestro caso, no es mecanismo genético del delirio particular de la “amnesia de identidad” estudiado por el psicoanalista Marcel Czermak, sino de los delirios personales y colectivos que padecemos y actuamos en la política. Es recusación de la legitimidad de la función Nombre-del-Padre como sostenimiento de la ley, de la genealogía simbólica y de las identificaciones estructurantes.

Somos un país ingobernable, una sociedad desinstitucionalizada y una cultura “despadrada”, propensa a delirar a la menor frustración o al menos siempre dedicada a fantasear. Lo hacemos todos, desde el presidente de la República hasta el animal político más apolítico de la nación. Nuestra “opinión pública” y nuestros líderes lo hacen mediante la prensa y las desenfrenadas redes sociales, vehículos de convocatorias legítimas a veces o emuntorios del rumor, de la imbecilidad y del odio en otras ocasiones. En esa desbocada producción de certezas sin fundamento y paranoias colectivas, fabricamos y desmontamos “verdades, héroes y villanos” en menos de veinticuatro horas. Ahora le tocó el turno al atribulado presidente del CNE, el hombre más odiado del momento por moros y cristianos.

Estamos locos a ratos o somos insensatos a medio tiempo. Desplegamos nuestra megalomanía en primera plana o aunque sea en Twitter. Ignorantes de que si todo delirio se construye alrededor de un grano de verdad, ello tiene dos lecturas igualmente válidas: la verdad de cualquier acontecimiento de la realidad efectiva interpretado de manera delirante, y la verdad de nuestros deseos que aparecen como certeza delirante en sustitución de la realidad efectiva. La existencia de papeletas marcadas o regadas por el piso es grave, pero eso no es lo peor. Lo peor es decir “así mismo es” y resignarnos al fraude colectivo y habitual de simular obediencia a la ley, en el que todos actuamos, y a la psicosis nacional que brota episódicamente. Delirar en lugar de construir un solo país o en vez de permitir que los otros construyan. (O)