Un peligro inminente y grande para la convivencia democrática es que quienes nos gobiernan están convencidos de que nunca pierden. Los poderosos actuales jamás pierden y, según su chifladura, nunca podrán perder. Basta recordar lo que el gran poder sostuvo después del 23 de febrero de 2014, cuando las ciudades más pobladas rechazaron al correísmo y lo vencieron: más o menos se dijo que Alianza PAIS no es que había perdido, sino que no había ganado. Por esta y otras comprensiones rayanas en la tontería, los del nunca-perder han hecho de lo grotesco una presencia política cotidiana.

¿Qué más grotesco –en todas las acepciones de la palabra: qué más ridículo y extravagante, irregular, grosero y de mal gusto– que la denuncia de fraude que los candidatos del continuismo presentaron ante el Consejo Nacional Electoral? ¿No es como si ellos mismos se autodenunciaran? ¿No han utilizado los diez años de revolución ciudadana para poner de rodillas a todas las funciones del Estado para que sirvan sin chistar a los propósitos del poder ejecutivo? ¿De qué extravagancias más son capaces quienes están defendiendo nada más que el rumbo que han tomado los negocios del Estado?

No podrían –no deberían– dirigirnos quienes no comprenden que el fracaso es necesario en cualquier tarea colectiva, sin importar la ideología que se propagandee. Perder, para una mente normal, significaría reconocer los límites de la acción que se ha emprendido. Lo gravísimo es que esos que nunca pierden son quienes quieren seguir conduciendo los destinos nacionales, a la fuerza, desechando la ley y la norma, burlándose de la racionalidad. Por eso hay que preguntarse qué inmensos intereses –escondidos para la mayoría– están defendiendo los de la clase dominante en el poder. ¿Será posible un mínimo grado de sensatez en la disputa política?

Mientras con total pesimismo me hacía esta interrogación, el libro No tendrán mi odio (Bogotá, Ariel, 2016) del periodista francés Antoine Leiris me entregó la sensación de que, a pesar de las penosas dificultades y los duros obstáculos que enfrentamos, un ambiente mejor sí es posible al menos en los mundos cercanos que nos rodean. Leiris cuenta que la noche del 23 de noviembre de 2015, al fin, pudo hacer dormir a su pequeño hijo Melvil de diecisiete meses. Su esposa Hélène, con quien lleva doce años de matrimonio, se ha ido al concierto de los Eagles of Death en la sala Bataclán de París.

Leiris consigue narrar las vicisitudes que pasó en casa y en las calles, con el timbre del teléfono, con los aullidos de las sirenas de ambulancias, policías y bomberos, con la desesperación de la búsqueda de su mujer en los hospitales, con la esperanza de que se hallara herida, con el reconocimiento de su amada en la morgue. Con entereza ejemplar, Leiris decide decirles a los asesinos de su mujer: “El viernes por la noche le robaron la vida a un ser excepcional, el amor de mi vida, la madre de mi hijo, pero no tendrán mi odio. No sé quiénes son ni quiero saberlo, son almas muertas…”. Posturas así hacen avizorar que se puede abandonar lo grotesco de nuestros entornos. (O)