Mario, un diplomático caribeño, decía que la división entre países era artificial y pertenecía al pasado, por lo que él se declaraba un ciudadano del mundo. Yo, en cambio, fruto de vivir dentro y fuera del país, me gustaba declararme ecuatoriana, pues me sentía desenraizada en cualquier otro lugar.

Cuando conocí a Mario, mis otros compañeros de universidad me decían que hablaba de Ecuador como si fuera mío. Es verdad que decía mi país con cierta vehemencia, sobre todo cuando quería destacar que en Ecuador la heladería no cerraba en invierno, pero también cuando me lamentaba de lo poco que realmente sabía sobre el lugar que llamaba mío.

Me preguntaba, entonces, cuál era mi país. ¿El de la fragancia a Coppertone los días de playa o el que talaba árboles mientras mi papá nos ilustraba sobre cuál era la suerte del bosque nativo cuando usábamos servilletas de papel? ¿O el del mítico barrio Chahuarquingo, que para mí solo existía en el letrero de un bus que pasaba por una calle lujosa de Quito?

He conocido mi país a brincos y saltos. Una vez me fui en bus a Zumbahua con mi amiga Martina, con quien nos asombraron los borregos prendidos a duras penas de las hierbas de una empinada colina. Otra vez pasé la noche en un decaído hotel de Riobamba con Reshama, originaria de la India, para aventurarnos en autoferro por la Nariz del Diablo, no sin antes desayunar tortillas en Alausí. Encaramadas sobre el techo, llegamos a Durán tras beber jugo de tamarindo en bolsa frente a una red de verdísimos árboles adornados con sorprendentes mariposas azules.

Con los años terminé haciendo investigación en el páramo del Carchi y la ribera del río Ambuquí, en zonas de extrema pobreza. Regresaba llorando a la casa, abrumada ante una realidad que francamente era nueva para mí y consciente de que no tenía ningún poder para ayudar donde más se necesitaba. Trabajando en la zona del terremoto, finalmente aprendí sobre al menos una solución práctica que no ha sido tomada en cuenta en el Ecuador y que estoy tratando de impulsar. También reafirmé mi compromiso con las causas que son importantes para el lugar donde nací y continúo echando raíces a pesar de mis estancias en el extranjero.

Nunca las fronteras internacionales han importado tanto como hoy. Estuve en Budapest cuando llegó una oleada de refugiados hace casi dos años y me asustó lo que la mirada de los niños nos decía a todos. Tal vez por eso mismo debemos estar por encima al menos de las fronteras ideológicas, pues la rabia entre nosotros solo puede hacernos daño.

Hay menos espacio vacío entre nosotros del que creemos, pero eso se vuelve todavía más claro cuando nos preguntamos, y nos respondemos, cuál es el país al que buscamos aportar. Es en los espacios de convivencia, esos a los que llamamos nuestro o mi país, donde nuestra contribución será mucho más valiosa. Y más necesaria. (O)