Una y otra vez, los personajes de Rayuela de Julio Cortázar aluden a los “juegos en el cementerio”. Se refieren, delicadamente, a las palabras muertas en el Diccionario de la Real Academia Española, alias DRAE (no diré a.k.a. –“also known as”–). Tanta realeza pide la mayúscula, y esa misma realeza genera unos deseos antimonárquicos que consisten, ya no en echar por la borda el enorme tocho, sino simplemente saltárselo, prescindir de él, hasta llegar al punto en el que la desobediencia se vuelve un valor para afrontar la pretensión normativa. Sobre todo si se escucha el sambenito de que “así dice” o “lo rechaza” o “no lo incluye” la Real Academia. Pero si por un momento dejamos a un lado las simpatías o antipatías frente al supuesto control de la lengua, lo cierto es que quienes se aplican a la creación y ampliación de un diccionario lo hacen con una entrega apasionada por las palabras en medio de un hervidero verbal que no cesa por más que se desborde de cultura audiovisual. Para muestra tenemos los quince años dedicados por María Moliner a su Diccionario de uso del español o los treinta del equipo de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos para el Diccionario del español actual.

Yo no tendría una paciencia parecida. Ni por asomo. A lo mucho me propongo escarbar en una palabra, y si estoy de humor tantear un neologismo o introducir una expresión de otro idioma al mío habitual. Hablando de neologismos e introducciones, quizá por los años que llevo viviendo en Cataluña, si fuera por mí, hace rato habría cambiado el adverbio español “ahora” por el catalán “ara”, que me da una impresión de inmediatez mayor y súbita, y que se lo debo al hermoso título de Joan Vinyoli en su poemario Ara que es tard. Pero no va por ahí el asunto, sino por darle vuelta a una palabra que no encuentro en el diccionario tal como la vivo, señal de que de cementerio nada. Si un lector no ecuatoriano la leyera no la entendería en todo su alcance porque su semántica escapa al diccionario, que es como decir que se levanta del cementerio en actitud zombi y se lanza a las calles. Y es que a las calles se refiere. Es la expresión “botado”. Nada me estremece más en Ecuador que cuando escucho esta advertencia: “no vayas por ahí que está botado”. La etimología me daría a entender que es un objeto que se ha tirado o abandonado, un lugar desolado. Y eso es, en efecto, pero resulta que hay más. Lo botado no está permanentemente botado. Su condición es temporal. Puede estar algunas horas del día botado, y no tiene un contexto de zona marginal. El lugar ha sido abandonado por todos. Lo que quiere significar que no pasa nadie por allí. Un lugar botado es, en todo el sentido de la palabra, un lugar poco frecuentado, sin mayor movimiento, en donde corres el altísimo riesgo de sufrir algún tipo de asalto. Es, además, un sitio indudablemente urbano, porque bien puede uno estar en medio de un bosque o de la selva, o en la playa más remota, y no se experimenta la menor sensación de riesgo, como la que se tiene en el lugar botado.

Seré más específico. También tiene que ver con el espectro de la luz y la geografía. La atmósfera ideal de la palabra “botado” la he encontrado en las zonas urbanas de las ciudades andinas, y en Quito para ser más específico. Lo botado es acechante, suele manifestarse en un lugar estrecho y lo que puede asomar por allí es impredecible. Una luz sesgada lo ilumina a medias y algo hay de “reptante” como escribiría Francisco Proaño Arandi, quizá uno de los más acuciosos narradores ecuatorianos para describir esas zonas de sombra en sus paisajes urbanos de Quito. Suele haber una vereda carcomida y a desnivel, quizá asoman unos hierbajos también irregulares, entre resecos o en brote, alguna pared áspera que apenas da cuenta de un intento de graffiti, quizá ya consumido por el tiempo. Hay ventanas sin luz y, a veces, una ventana trizada. No es, por supuesto, una zona de fantasmas, porque estos tienen otra intensidad y sus sitios suelen ser específicos y muy bien localizados y depende de quien cree en ellos. Lo botado tiene una existencia contundente, es recomendable no asomarse por allí, y puedes ir muy acompañado que lo botado lo seguirá siendo y cuando la tropa con la que caminas se aleja contigo, sigues agradeciendo el haberte marchado.

La atmósfera ideal de la palabra “botado” la he encontrado en las zonas urbanas de las ciudades andinas, y en Quito para ser más específico. Lo botado es acechante, suele manifestarse en un lugar estrecho y lo que puede asomar por allí es impredecible.

Quizá habría que volver y prestarle un poco de atención a lo que está botado. Escuchar su silencio, saber lo que estamos colocando de nosotros mismos en ese sitio para entender qué es lo que falta y preguntarse si es posible dejar botado ya no un objeto pequeño sino toda una calle, una ciudad o un país. Lo que se ha botado es cosa seria y vuelve, y no hay diccionario que alcance hasta que no se vive la experiencia de lo que se dejó atrás y el vacío al que se lo condenó.

Lo que me tomaría si me detuviera a querer definir cada palabra y sus matices. Pero deberíamos hacerlo para no repetir el mismo lenguaje de siempre, y que, a fin de cuentas, no nos representa. Tenía razón Cortázar: hay que jugar en el cementerio. Aunque seguramente él pensaba en el de Recoleta en Buenos Aires o en los de París, que ya son pequeños recorridos turísticos y donde la gente hasta seduce y enamora, y no nuestros rincones debidamente botados, con el cemento resquebrajado y el polvo y la desidia y el abandono. Hasta que sale el sol y la semántica se hace humo. (O)