Hechos recientes nos demuestran que de lo malo siempre puede surgir algo bueno. En Estados Unidos, Trump comenzó a cumplir de manera presurosa sus amenazas de campaña, restringiendo el ingreso de viajeros y refugiados provenientes de ciertos países musulmanes dentro del territorio americano. La reacción humanista ante el egoísmo político de Trump no se hizo esperar: miles de personas se dirigieron a protestar a los aeropuertos, en contra de las medidas tomadas por el Gobierno. Cientos de abogados se instalaron en las terminales para dar asesoría legal “probono” a los recién llegados. Cristianos, judíos y ateos hacían vigilia, mientras los musulmanes realizaban las oraciones rituales que les pide su fe. Trump quiso impedir que el islam ingresara a su país, e irónicamente sus acciones hicieron que muchos estadounidenses le dieran la bienvenida de manera tolerante, y con los brazos abiertos.

Mientras tanto, de este lado del mundo, los últimos diez años nos han desgastado como país. Nos hemos visto empujados a la confrontación interna, a la desilusión que producen las promesas incumplidas. Quizás nosotros estemos ahora en capacidad de sacar algo bueno de este desencanto.

Este domingo estamos convocados a votar. Muchos acudirán a tal llamado, para solamente conseguir el indispensable certificado de votación. Otros usarán su voto para expresar su simpatía por tal o cual candidato; de la misma forma en que se apoya a un equipo de fútbol desde las barras. No faltarán los que usen su voto como mecanismo para conseguir un puesto en el próximo gobierno. El ejercicio de la democracia se ha distorsionado tanto que muchos entienden tal comportamiento como válido. Vale entonces –estando a días de sufragar– que reflexionemos sobre lo que puede ser nuestro voto.

Tenemos un espectro de ocho opciones para escoger al próximo presidente. Las posibilidades van desde un representante del statu quo vigente, que insiste en hablar de revoluciones, desconociendo el desgaste de su bloque por su prolongado ejercicio del poder; hasta la presencia de la ignorancia personificada en un rostro desconocido, inconsciente de que el no matar y no andar cortando manos es –precisamente– lo que nos vuelve civilizados. En la papeleta para asambleístas, tenemos de todo. La diversidad de las opciones se pierde, lamentablemente, cuando escuchamos en la radio que la gran mayoría no presenta propuestas profundas. Simplemente, se limitan a tomar un tono pegajoso, sacado de alguna canción bailable, insertando sus nombres en alguna parte de la letra.

Nos merecemos un mejor país, y la elección de nuevas autoridades es la única forma que tenemos para lograrlo. Las rayas que hagamos en las papeletas son mucho más que nuestra expresión política: son instrumentos de cambio. Cada uno de nosotros tendrá en sus manos la oportunidad de convertir su voto en algo semejante a los martillos usados por los jóvenes alemanes, que derribaron el muro de Berlín, hace ya veintiocho años.

Que no nos encuentre el futuro en la usual negación de renegar por las torpezas cometidas por nuestros gobernantes, desconociendo que fuimos nosotros quienes les dimos esa oportunidad y ese poder. (O)