Pobre el excelentísimo señor presidente de la República. Es que en el último tramo de su mandato le ha caído, como en avalancha, toda la corrupción que estuvo represada y que todos sospechábamos que existía, menos él que, pobrecito, en esos asuntos resultó ser bien ignorante, a pesar de todo lo que ha estudiado en las universidades del extranjero, de los honoris causa a los que se ha hecho merecedor por su infinita sabiduría, de los foros en que ha participado como líder no solo regional sino mundial, de los discursos que ha leído en las cumbres de presidentes y hasta en el Vaticano, cuyo texto, según dijo, iba a servir como puntal para una encíclica sobre el calentamiento global tipo ora pro nobis.

Él, que sabe quiénes, cuándo y dónde han querido matarle; él, que de memoria da cifras de todo lo cifrable, que cuando canta sabe todas las letras, que cuando insulta se acuerda íntegros todos los insultos, que cuando acusa se mete hasta en las computadoras de sus acusados, ¡ay!, lo único que no ha sabido es que quienes le rodeaban estaban robando.

¿No les da pena? ¿Para qué tanto conocimiento acumulado, tantas fórmulas econométricas patentadas en el pizarrón, si en sus narices le hacían chichirimico y él no se daba ni cuenta? ¡Qué pena que me da! Es que ¡qué ingenuote que nos resultó el excelentísimo!

Lo cierto es que mientras nosotros decíamos ve, qué bestia, todos los contratos para la construcción de carreteras, hospitales, escuelas, hidroeléctricas se otorgan a dedo, el excelentísimo seguía afirmando que su gobierno era de manos limpias y no como antes, en que los ladrones eran de manos sucias.

Ni caso nos hacía. Más bien se ponía furiosísimo y botaba insultando al que se atrevía a denunciar algo y, encima, por denunción le perseguía y le acanallaba a lo bestia en las sabatinas.

Es que en el Gobierno todo era perfecto, pues. Bastaba con que todo fuera declarado en estado de emergencia para que tengamos las vías más caras del mundo por kilómetro (¿será cuadrado, será lineal, será asfaltado?), o las ambulancias más inservibles por paciente per capita, o los chalecos motociclísticos más desarmables con el primer viento. Fu, larguísima es la lista, pero el excelentísimo creo que no oía porque estaba ocupadísimo haciendo un atadito para que se pudieran llevar el oro que iba a hipotecar, o desmintiendo a los malos que se oponían a la explotación del Yasuní, al despilfarro de El Aromo, al dispendio del Yachay, al vuelo del Pegaso, y a todo mismo.

Muy ocupado estaba el excelentísimo. Y qué insultadas que les metía a esos calumniadores, miserables, que se atrevían a denunciar el lleve en la repotenciación de la refinería de Esmeraldas y a dudar de la honestidad acrisolada de los funcionarios encargados de llevarla a cabo, todos sus amigos, sus eternos colaboradores, unos santos del siglo XXI.

Y ya ven en lo que ha terminado. Ahora el ingenuote, desesperado, se ha dedicado a pedir que nadie crea en las maldades que van sacando a la luz los malos antes de las elecciones en las que, sea como sea, tienen que ganar sus candidatos, los únicos que pueden tapar las inmundicias que emergen de las cloacas construidas durante los largos diez años de revolución ciudadana. (O)