Lo escribió Adam Zagajewski en su libro La belleza ajena. Decía que le gustaba imaginar “el momento en que la Divina Comedia existe como manuscrito inacabado, cuando aún no se ha convertido en el poema que despierta la admiración del mundo entero”. Y agrega para darle más cuerpo a su suposición: “Dante está escribiendo digamos el canto cuarto, y todo es posible; puede coger una pulmonía y morir antes, incluso, de haber acabado el Infierno. La visión de la totalidad, por supuesto, ya está latente en su cabeza, pero de ahí a su segura plasmación en el papel hay todavía un largo y peligroso camino”. Estas líneas del poeta polaco revelan no solo a un lector agudo sino a un escritor que ha encontrado en las obras de sus colegas las mismas dudas. Plantear conjeturas de este tipo, cuando no hay documentos probatorios del recorrido posible –digamos, por ejemplo, seguir las notas de Dostoievski sobre la escritura de Los demonios sí lo permite– es, evidentemente, arriesgarse mucho. Los filólogos y especialistas no se lo conceden. Pienso por ejemplo en la conjetura que se planteó E. L. Doctorow cuando escribió en su ensayo Creadores sobre Moby Dick. Doctorow apuntaba que Melville no tenía muy claro lo que iba a ocurrir con su novela y que eso se notaba en los primeros capítulos hasta que Ismael, el narrador, finalmente embarca en el Pequod. Es a partir de ese momento que la narración empieza a fluir, como si Melville ya hubiera resuelto lo que vendría a continuación.

Sigo a Zagajewski, sigo a Doctorow. Por razones que no vienen al caso he releído una vez más la primera parte del Quijote. No soy –no era– admirador de la primera parte, más bien lo he sido –lo sigo siendo– de la segunda parte, donde se muestra en toda su versatilidad e inteligencia el talento de Cervantes. Pero mi relectura de la primera parte me ha planteado dudas. Quiero imaginarla bajo la sugerencia de Zagajewski, como manuscrito inacabado, un sano ejercicio imaginativo que, de alguna manera, ayuda a cualquiera a nivelar sus propias preocupaciones creativas, en el ámbito que sea. Quizá porque imaginar lo inacabado es evitar la mistificación paralizante. Todo, antes, fue prefiguración y borrador e incertidumbre. Todo, después, parece destino y pulcritud y certeza.

Imagino entonces. Hacia la mitad de la primera parte del Quijote, poco antes de la aparición de Cardenio (capítulo 24), empieza a decaer la presencia de don Quijote. Son otros los que hablan y cobran protagonismo. A partir de este momento serán todas historias de amores truncos, la del mismo Cardenio, la de Dorotea, la de Luscinda, la de Lotario y Ca mila, la Historia del Cautivo. A tal punto llega que Cervantes envía a dormir a don Quijote mientras todo eso se cuenta. Larga, larguísima es la tradición en la que se discute si son fallidas o pertinentes estas intercalaciones en la novela. A mí nunca me lo parecieron, quizá porque creo que en una novela larga es inevitable el derroche, las llamadas páginas que sobran. Sin ellas, probablemente, el novelista no habría sabido conducir ese flujo torrencial que es toda novela larga. Pero más que reincidir en esto, quiero imaginar a Cervantes. Quiero imaginarlo dudando.

Está a mitad de su novela. Escribe el que será, probablemente, su segundo libro. El primero, La Galatea, fue publicado sin pena ni gloria quince años atrás. Era una primera parte que prometía una segunda, y que nunca llegaría a aparecer. Ahora, mientras escribe el Quijote, lleva veintipico de capítulos y ha comprendido a su personaje, pero no sabe cómo terminar su novela. Sabe que ha hecho reaparecer al Cura y al Barbero para traer de vuelta al pueblo al desquiciado hidalgo. Pero, ¿qué hacer con él? O mejor dicho, ¿qué hacer con el manuscrito inacabado? Veinticuatro capítulos no alcanzan para un buen volumen de los editores de la época. Siglos después, no lo olvidemos, Dumas alargaba sus novelas con diálogos para completar folletines y volúmenes.

Así que Cervantes aprovecha lo que tiene a mano. Tantea el manuscrito de Rinconete y Cortadillo, su cuento largo, pero se da cuenta que no es pertinente a la historia. Eso sí, lo menciona en la novela. Aparecerá muchos años después en la recopilación de las Novelas ejemplares. Entre sus manuscritos tiene otro que se llama El curioso impertinente, transcurre en Italia, y se decide por él. Pero eso le implicará cambiar el transcurso del Quijote. Eso no será gran problema. Hay que hacerlo dormir, y luego hay que acomodar historias de personajes que pasan penas de amor, no tan trágicas como las de su relato insertado. Aún así, faltan más capítulos. ¿Qué hacer, cómo acabar la novela? Ahora en vez del Cura, que aparezca un Canónigo que vuelve a insistir en el peligro de las ficciones poéticas. Y luego otro encuentro más con otro enamorado traicionado y otra procesión y más palos para Don Quijote. Listo, se dice Cervantes, tengo 52 capítulos. Ya no solo será una crítica a las novelas de caballería, se le ocurre para tranquilizarse, sino a las novelas pastoriles (observen la multiplicación casi en plan cómic de los enamorados de Leandra). Mencionará que se encontró la tumba del Caballero Andante y hasta la de Sancho Panza, y que hay más manuscritos disponibles que revelarán más de la historia y que alguien lo escribirá mejor (Cervantes siempre es noble). Ya veremos qué pasa, se dice, y lo entrega al editor, temblando, inseguro. No sospecha lo que meses después le va a pasar cuando salga publicado.

Pasarán diez años hasta que publique la segunda parte. Pero él, Cervantes, ya es otro.

Y también su historia. (O)

Estas líneas del poeta polaco revelan no solo a un lector agudo sino a un escritor que ha encontrado en las obras de sus colegas las mismas dudas. Plantear conjeturas de este tipo, cuando no hay documentos probatorios del recorrido posible es, evidentemente, arriesgarse mucho.