Debía tener nueve o diez años cuando me mordió el perro del vecino. Yo era bastante chico y el perro bastante grande. No le cuento más detalles porque prefiero no recordarlos, solo que para lavar su conciencia los dueños del perro sostuvieron que me mordió porque se dio cuenta de que yo le tenía miedo, así que la culpa era mía. Desde entonces aprendí que a los perros hay que mostrarles quién manda de una. Y no se los convence haciendo teatro de valiente porque se dan cuenta a distancia del susto de su interlocutor. A mí me resultó eso de amedrentar perros, pero por las dudas no vaya a probar con el próximo que quiera morderlo…

Donald Trump tiene bastante de perro. El tipo te muestra los dientes y si le tienes miedo te muerde. No lo digo yo, lo dice él mismo y se sabe que es uno de los principios de sus negocios: si te achicas te aplasta y si te agrandas negocia. No se sorprenda, así son muchos hombres de negocios en los Estados Unidos, en el Ecuador, la Argentina y en el mundo.

No solo fue atacado México con la estupidez del muro, también se metió con los limones argentinos y parece que le molesta casi todo lo que importa Estados Unidos porque quiere proteger el trabajo y las industrias de los estadounidenses. Es decir que no va a dejar entrar inmigrantes de México ni del Ecuador, que son los que cosechan los limones de California, los que ajustan las tuercas de los autos en Detroit, los que se suben a los andamios en Nueva York y los que meten las hamburguesa en los pebetes de McDonald’s.

La autoridad entre los humanos ya no es la del macho alfa de la jauría. No es cuestión de tamaño, ni de gruñidos sino de inteligencia y ejemplo.

Con un gruñido, como hubiera hecho su perro, de un carpetazo Trump borró el español de los sitios oficiales de Estados Unidos: otra imbecilidad autoritaria. México y el español están tan metidos en la historia y la cultura de ese país que 9 de los 50 estados tienen nombre español; cientos de ciudades y pueblos también. Siempre ha fracasado eso de imponer los idiomas o las palabras desde el poder y bastaría con leer 1984 de George Orwell para saberlo y, también, debería saber que nada hay tan democrático como las lenguas vivas porque las votamos hablando todos los días.

Parece que el perro de Trump quisiera imponer a los blanquitos sobre los demás integrantes del pueblo norteamericano. Se olvida que los blanquitos son los que al bajarse de los barcos le hicieron asco a los que ya estaban en América hace siete millones de años y se enquistaron en un continente que no era de ellos. Mientras los más oscuritos de Castilla y Portugal prefirieron amar lo que se encontraron y procrearon los nuevos americanitos que somos los mal llamados latinos que ocupamos el resto del continente americano y la mitad de los Estados Unidos. Le recomiendo ver varias veces el video América, de la cerveza Corona: está por todos lados y basta con escribir América y Corona en su buscador preferido para que aparezca primero.

Tenemos que explicarle que llegó tarde. No va a lograr imponer el idioma de los blanquitos, pero tampoco va a evitar con su muralla china que entremos los mestizos en un sitio que siempre fue americano. La misma larga estupidez con forma de muro es una prueba de que no tiene argumentos para impedirlo ¿Desde cuándo los muros detuvieron a la gente? Todavía quedan pedazos del de Berlín para recordar la imbecilidad de intentar parar las mareas humanas con barreras artificiales. Y desparramados como el mapa del cuento de Borges quedan por el mundo y para nuestra vergüenza ruinas de variadas murallas, zanjas y cortinas de acero.

Perro que ladra no muerde y sólo en las películas los asesinos les avisan a sus víctimas que las van a matar. Por eso me aventuro a adelantar que como los ladridos de su perro, estos gestos de Trump son una prueba de su debilidad y de sus complejos. La autoridad entre los humanos ya no es la del macho alfa de la jauría. No es cuestión de tamaño, ni de gruñidos sino de inteligencia y ejemplo. El perro de Trump tiene fuerza y mea más lejos que los otros de la manada, pero basta con agacharse a levantar una piedra para que se vaya al mazo con el rabo entre las patas.

(O)