Para grandes grupos de ciudadanos occidentales, los años sesenta y setenta del siglo anterior fueron tiempos de realizaciones culturales y concreciones de sentidas aspiraciones como el ejercicio de la libertad en sus diversas manifestaciones. El reconocimiento de los otros, la aceptación de formas de vida históricamente marginales y una nueva cultura de amplia apertura social produjeron un clima de autocomplacencia, resultado de la satisfacción de haber incorporado a los estructurados sistemas sociales formas de convivencia superadoras de la represión, pese a la cruenta realidad de los grandes problemas bélicos y sociales que también dibujaron la época. Esta visión del mundo produjo expresiones culturales que fueron asimiladas y replicadas en otras regiones del planeta, siendo la música, el rock, uno de sus emblemas más representativos.

En tanto, en América Latina, también influenciada por el gran movimiento cultural del norte, la Revolución cubana de 1959 y sus proclamas fueron poderosos referentes. Entre nosotros, además de participar de la satisfacción por la superación de antiguas represiones, también germinó en los corazones de muchos la necesidad de transformar nuestras sociedades para superar la injusticia y acercarse más a la gran utopía de equidad y bienestar colectivo. Acá, también la música fue uno de los productos símbolos de la época y las canciones con mensajes de protesta contra el statu quo político y social fueron las expresiones sentidas de una espiritualidad conectada con la ruptura de las convenciones y con la vigencia de los ideales.

Pink Floyd, grupo de rock británico, a finales de los años setenta produce uno de sus más célebres discos, The Wall, para expresar el angustioso aislamiento del individuo en sí mismo y la imperiosa necesidad de romper los muros que lo separan de los otros y de la naturaleza, para poder trascender y ser feliz. En los años noventa, meses después de la caída del muro de Berlín, este grupo brinda un concierto por ese hito histórico para una multitud que superó las 300.000 personas que celebraron exultantes la destrucción de la ignominiosa muralla.

Las motivaciones individuales y colectivas de la gente de esa época, que consiguió tantos logros, llegaron a una suerte de punto muerto, precisamente por haber alcanzado muchos de sus ideales. En su lugar, se enseñoreó la sociedad de consumo que tomó el lugar de los ideales de transformación positiva y de superación de la injusticia. Quienes fuimos niños y jóvenes en esos tiempos nos preguntamos siempre ¿por qué muchos individuos de las generaciones posteriores, las de los ochenta, noventa y las de este siglo, no están movidos por otros intereses que no sean los puramente materiales?, siendo una respuesta posible la que esbozamos en líneas anteriores, esto es que se llegó a la molicie idealista por haber alcanzado, en parte, el objetivo perseguido. Hoy, la situación es otra, sobre todo desde que Donald Trump asumió el poder y han vuelto posiciones de exclusión y separación, xenofobia y aislamiento que configuran el inicio de un nuevo escenario mundial de dolor y opresión, pero también de defensa de derechos que se desvanecen y paulatinamente se convierten en ideales por los cuales luchar. (O)