Que la justicia atraviesa su peor momento es una obviedad y quien lo afirme no aporta nada nuevo a la discusión. La politización endémica de nuestros órganos judiciales, en los últimos cinco años, lejos de superarse se ha acentuado. Las gloriosas épocas de las tanquetas policiales frente a la Corte Suprema en el gobierno de Febres-Cordero han sido reemplazadas por otros mecanismos más sutiles y efectivos. Hay que ser justos, el reparto político de la justicia de antaño ha sido superado, ahora todo pertenece a un solo partido, el de gobierno. Las órdenes ya no se dan en privado a través de los mensajeros de confianza, ahora es público y por Twitter, porque cuando uno tiene el poder de mandar a los jueces y demostrar que se los tiene como muchachos, hay que hacerlo evidente.

La situación de los funcionarios judiciales es menos que penosa, por una parte, extorsionados de forma permanente con la posibilidad que se les abra un expediente disciplinario por cualquier razón, por baladí que sea y que se les aplique el concepto de “error inexcusable”, pretexto con el cual el Consejo de la Judicatura se ha desembarazado de cuanto juez o fiscal incómodo o desobediente ha encontrado a su paso. Por otra, obligados a cumplir en silencio y sumisos los “estándares” impuestos por el órgano de control disciplinario, fundamentalmente índices de supuesta eficiencia, sustentados en número de usuarios atendidos y de causas resueltas. ¿Cómo resuelven las causas? ¿Bajo qué criterios jurídicos? ¿Cuál es su aporte al Derecho? Nada de esto importa, lo fundamental es demostrar en papeles que todos han sido atendidos y que las causas salen inmediatamente. Justicia barata para el Estado y rápida para el sistema. Para lograr esto los operadores de justicia son obligados a un trabajo inhumano, con horas extras no pagadas e incluso abocados a sacrificar horas de descanso y fines de semana, para recibir la palmadita en el lomo del gran jefe, el que puede suspenderles o destituirles de un solo plumazo. El que recibe las medallas y reconocimientos, en nombre de aquellos entes anónimos, que construyen las estadísticas a fuerza de precarización. Estas entregas de preseas se asemejan, por cierto, a aquella película protagonizada por el genial Mario Moreno, en la que encarna a un dictadorzuelo de República Bananera que intercambia preseas con un embajador de la misma laya y terminan entregándose hasta las escarapelas de la primera comunión.

Obviamente la situación de los abogados en libre ejercicio profesional no es en absoluto mejor. La falta de criterios de unificación jurisprudencial, unida a la escasa formación jurídica que la Escuela Judicial del Consejo de la Judicatura otorga a los funcionarios, se refleja en decisiones judiciales de ínfimo nivel, que además de alejarse de los estándares actuales de la dogmática jurídica, se encuentra cada vez más separada de los estándares de respeto a los derechos humanos. Basta, como botón de muestra, saber que tenemos una Corte Nacional de Justicia que considera que la privación de libertad no es apelable, si no ha sido dictada en ciertos momentos procesales. Que la Corte Interamericana de Derechos Humanos en varias sentencias, algunas de ellas contra el Ecuador, haya señalado de forma enfática, no solo que la privación de libertad es revisable en todo momento del proceso, si no que debe ser analizada periódicamente de oficio por los diferentes jueces que actúen en el proceso, o no les importa o es considerado por los jueces de marras como parte de aquellos misterios esotéricos que no han sido resueltos hasta hoy.

Estos detalles no solo son evidentes para quienes estamos en el día a día del litigio, sino para órganos como el Comité de Derechos Humanos de la ONU, que en su observación 25 sobre el Ecuador, señala que “al Comité le preocupan las alegaciones relativas al uso frecuente por parte del Consejo de la Judicatura del sistema de disciplina previsto en el Código Orgánico de la Función Judicial para destituir a jueces, en particular a través del uso de la figura amplia del “error inexcusable” prevista en el artículo 109.7 de ese Código…”. Esta percepción es compartida por los abogados en libre ejercicio profesional, que en Pichincha se pronunciaron mayoritariamente en relación a la falta de independencia de la justicia, el mal estado de esta, la poca o nula confianza en el sistema judicial y el poco o nada confiable nivel jurídico de las decisiones judiciales. La culpa no es de los funcionarios, ni de los abogados litigantes, toda la responsabilidad corresponde a quienes implementaron un sistema que anula derechos y precariza a los componentes de la relación procesal. Todo esto mientras cognados y agnados disfrutan de cuantiosos contratos estatales. (O)