¿Por qué será que, a pesar de que el personaje cometió un fraude del conocimiento al plagiar el marco teórico de su tesis de grado universitario, no pudo ser prendido para que rindiera cuentas por su simulación? ¿A quién verá frente a sí, en el espejo, cada mañana en que se alista a desempeñar uno de los más altos cargos en el Estado? ¿Se sentirá héroe de un país que aún mantiene asambleístas a quienes no les interesa el esclarecimiento de la verdad? ¿Se creerá genial porque, hasta ahora, el dolo no le ha traído consecuencias problemáticas en su desempeño público? Antes bien, él nos anuncia que va por más.

¿En qué se equivocaron quienes, con pruebas, denunciaron que el apropiarse indebidamente de la propiedad intelectual de otro es un delito que se castiga en el orbe entero? ¿Acaso ellos fueron víctimas del espejismo de creer que las estructuras sociales ya se han modificado para mejor? La descarnada realidad nos golpea y por eso debemos insistir, para no olvidarnos cuando se pueda hacer justicia, en que es ofensivo el hecho de que ese hombre vaya orondo a pesar de la clara falta cometida y que desdora su investidura. La impunidad es una constante que se va plasmando en el entorno de los poderosos que apostaron por la revolución ciudadana.

En el mundo de la literatura, esos personajes ya hubieran recibido su merecido. El escritor norteamericano Raymond Chandler, creador del famoso detective Philip Marlowe, protagonista de las novelas El sueño eterno y El largo adiós, en los años 40 definía así a su investigador entrañable: “Philip Marlowe tiene tanta conciencia social como un caballo. Tiene una conciencia personal, que es algo por completo diferente”. Esta es una gran pista: el supuesto discurso revolucionario ha permitido que pasen sin importancia actos que, en otras circunstancias, inmediatamente habrían recibido castigo.

En nombre de las mayorías se ha relegado la importancia de ser personas. Otros encumbrados funcionarios, que son centrales para el funcionamiento opaco del actual régimen, a vista y paciencia de los comisarios de la educación superior recibieron el título de doctor con una dizque tesis que firmaron el papá, la mamá y los dos hijos, en una universidad que no tenía un programa de doctorado y que, por tanto, no podía otorgar ese título académico. Nadie se atrevió a anular esa acción ilegal que, ciertamente, es denigrante para la gente estudiosa del Ecuador. Por allí van campantes esos cuatro doctores como si no se hubieran burlado del país y sus instituciones.

Mientras no se instaure una justicia verdadera, la literatura permite imaginar que, gracias a Marlowe –un detective con ética y sentido de solidaridad para con los despojados del poder– esos personajes sí estarían procesados, sí estarían obligados a que sus actos sean examinados porque denigran las funciones que siguen ocupando. Luego de ponerlos ante la justicia, Philip Marlowe iría detrás de los que siguen creyendo que el poder político sirve para hacer arbitrariedades. Y haría que primero fuéramos personas decentes antes que ciudadanía amorfa en la que se confunden los honrados con los descalificados. Gracias por ello, Philip Marlowe. (O)